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viernes, 14 de mayo de 2010

La fiesta de la paella

El día en que los cristianos celebran la ascensión del Señor al Cielo decidimos con unos amigos hacer una paella en el albergue que regentea Miguel, a orillas del Mälaren. Con un cielo que no se decidía ni a ser ni azul ni gris comenzamos la tarea después de hacer las compras de los ingredientes necesarios para que todo saliera impecable.

La esperanza era que pudiéramos hacer todo en la terraza de la cafetería del albergue, donde la vista al Mälaren es muy bonita. Pero una vez más Tor el dios del trueno, no se apiadó de nosotros y nos envió unas gotas de lluvia que apagaron nuestros ánimos de despertar la envidia de nuestros vecinos.

Sería una paella mixta, con pollo, carne de cerdo y mariscos en abundancia.

Llegaron los amigos con sus chicos, y como responsable de la cocina me puse a cortar, pelar, freír, hervir, condimentar y muchas cosas más hasta que todo estuvo listo para iniciar la gran tarea.
Puse aceite de oliva a calentarse y junto a Federico empezamos a freír el pollo y la carne de cerdo. Con Daniel tomábamos unos mates mientras charlábamos de cómo crear una sociedad modelo sin llegar a convencernos del todo de nuestros propios argumentos ni de los del oponente. Una buena señal de que tomábamos distancia del tema de la discusión para que no se nos quemara ni el pollo ni el cerdo, así como el pimiento ni la cebolla que ya empezaban a dorarse.

La paellera tenía un tamaño que puede hacerle temblar las rodillas a cualquier aficionado, pero con la colaboración de unos y otros pudimos llegar a un final feliz y devorarnos prácticamente todo el contenido. LAs chicas, Marielle y Carolina habían preparado los postres, donde abundaba el chocolate. Los comensales, que eran muchos, estaban impacientes y con el apetito más abierto que fauces de tiburón, ya que el aroma de lo que hervía en la paellera se hacía cada vez más seductor. La paella aterrizó al fin al costado de la larga mesa y todos elogiaron el resultado que regamos con buenos vinos.

Estoardo, Carlos, Miguel y su hijo Leo, Marielle y Daniel con sus dos chicos, Gonzalo con su pequeña hija, Federico y Carolina junto a sus dos hijos, Fidel y una amiga, y quien estas líneas escribe pasaron una tarde más de amistad y buena gastronomía.

Creo que Jesús mientras ascendía al cielo por más de segunda milésima vez sentía pena de abandonar la tierra antes de acercarse a nuestra mesa. Se perdió la última cena.

PAELLA II


Paella mía que estás en los cielos

Desde el cielo la isla de Tabarca, larga y apenas visible, se parece al lomo de un cocodrilo que semisumergido espera que se acerque su presa para devorarla. Frente a la costa alicantina de Santa Pola, su hocico apunta hacia la playa acantilada donde la urbanización salvaje ha ido destrozando el paisaje semiárido y rocoso de la zona. Desde el agua, la isla no es mucho más que una extensión de tierra con algunas casas agrupadas a lo largo de dos calles, y un pequeño puerto para embarcaciones deportivas. 
Aquí viví una de mis experiencias paelleras cuando llegué a Alicante en 2002. Pero en realidad todo comenzó en Copenague, allá por 1985 cuando visité un restaurante español en la capital danesa. Con María festejábamos nuestro tercer aniversario, y en un paseo por la ciudad, descubrimos ese restaurante español, alojado en una antigua casa medieval con vigas de madera a la vista, un rústico piso de piedra alisada por el paso de los siglos, y paredes blancas cuyo revoque a veces dejaba ver a propósito, trozos desconchados de ladrillo rojo. La casa tenía un magnífico aspecto que invitaba a entrar, y allí nos metimos porque en la puerta habíamos visto que la paella era la especialidad del restaurante.

Y no nos equivocamos. Nos sirvieron en una paellera enorme un arroz dorado por el azafrán, y con aroma de mar, una paella adornada con mariscos y dos langostinos que nos miraban con sus ojos atónitos y resignados, hasta que nuestras manos los decapitaron y dimos cuenta de su blanca y tierna carne. El resto, es decir gambas, mejillones, trozos de pulpo, pollo y cerdo, ya lo habíamos engullido con un vino blanco también español, de las tierras de Jumilla.
Salimos satisfechos y prometiendo regresar a ese restaurante de ensueño. Pero las circunstancias nos llevaron a radicarnos en Estocolmo. Allí la paella quedó adormecida durante muchos años, aunque en el recuerdo de nuestras visitas a Copenague, saltaba a nuestra memoria aquél magnífico arroz, que cobraba vida cuando contábamos a nuestroa amigos aquélla experiencia culinaria.
Entonces llegó la experiencia alicantina. La insisitencia de Sonia y Juan, dos amigos que habían comprado un apartamento en Campello, un balneario cercano a Alicante, nos hizo conocer esta ciudad puerto del sudeste valenciano, y nos reencontramos con la paella. Aquí estaba la cuna de esta tradición culinaria  según los propios valencianos, aunque el verdadero origen geográfico y la receta original, se la disputen las distintas comarcas de la región en forma encarnizada. En todo caso esa disputa a traído como consecuencia una riqueza de variaciones que el sibarita más exigente debe agradecer a la imaginación de las/los cocineros por encontrar nuevas formas de adornar el arroz.

Con un libro de recetas nos turnamos María y yo a recrear esas recetas, y fuimos aprendiendo a manejar cada uno de los elementos que la componen de la manera que mejor se adaptaba a nuestra propia intuición y gusto. Así fuimos ganando en seguridad y comenzamos a invitar a nuestros amigos y familiares que llegaban por Estocolmo o por Alicante a visitarnos. Personalmente creo haber fracasado dos veces en la realización de este plato hasta el momento de escribir este relato. La última fue en Montevideo, cuando en la casa de Mercedes, la hija de mi prima Nelita, y Gustavo, su pareja, me comprometí a cocinar una paella. Como invitados estaban además otros primos con sus hijos y esposas/os, lo que hacía un grupo bastante numeroso de nueve adultos y cinco jóvenes, cuatro chicas y un chico.
Con Mercedes y Cecilia, mi prima, compramos los mariscos en el puerto deportivo del Buceo,  antiguo barrio donde vivieron mis padres antes de fallecer. Allí recorrimos los puestos de los propios pescadores, y compramos los mejillones, las gambas, pulpo, calamares, además de las verduras y legumbres para la ensalada y el adorno de la paella, es decir, dos morrones enormes y rojos como la sangre.
La paellera era de construcción casera. Miguel, oriundo de las tierras de Paysandú, y casado con Cecilia, mi prima, había construído una enorme paellera de un metro de diámetro. El espesor del metal era de por lo menos tres milímetros, y además tenía una profundidad de diez centímetros. La visión de semejante sartén no me amilanó, aunque me preguntaba cuanto arroz necesitaría para que se cubriera toda su superficie, y satisfacer las expectativa de trece bocas, incluso la mía, que ya estaban con ganas de masticar.
La fuente de calor para la paellera no podía ser la cocina a gas de la casa, sino que Mercedes alquiló una de esas construcciones de caños de aluminio con pequeños agujeros dispuestos a poca distancia uno de otro, y que se usan en cocinas improvisadas en lugares públicos. Son tres círculos concéntricos apoyados en cuatro patas,  al que se lo conecta a una garrafa de gas. Al apoyar la paellera en este calentador, pudimos constatar que sólo el círculo más pequeño directamente podía calentarla, mientras que el segundo quedaba unos milímetros por fuera, y el tercero completamente alejado. De todas formas la información que Miguel y Federico, mi otro primo, eran de que una vez se calentaba aquélla masa de metal, no había nada que no se cocinara, incluso el riesgo era que se recocinara si no se tenía cuidado con el calor.

Una vez pasados por una sartén pequeña el pollo y algunos de los mariscos, comenzó la tarea de fritar la cebolla y el tomate en la paellera, y agregar los muslos de pollo para que terminaran de cocinarse. Para que no molestaran a los otros ingredientes y al arroz que tenía que agregar, los puse en círculo y alejados del centro, donde el calor del gas no era tan  directo, pero siguiendo la opinión del constructor, allí habría de todas formas mucho calor. Después del arroz fui agregando entonces los mariscos y todo terminó adornándose con  langostinos y las tiras de morrones previamente fritadas en la sartén. El caldo hecho en base a los calamares, gambas y los mejillones, también fueron agregados al arroz en la paellera. Como el dispositivo estaba en el patio de la casa, debí improvisar y de pronto me econtré conque el azafrán no había sido agregado cuando ya estaban casi todos los ingredientes hirviendo en la paellera. De la mejor manera posible fuí agregando el azafrán uruguayo, una variedad que no se comercia seco como en España, sino que son hebras húmedas que no se pueden machacar en el mortero. De todas formas le dieron un cierto color al arroz que a fuego lento se fue cocinando junto a los mariscos y pollo. Así lo creía yo, pero al momento de cormerlo, cuando estábamos en la mesa, cuál fué mi sorpresa –y la de los otros comensales que no dijeron nada por discreción, que ha pesar de los cuarenta y cinco minutos que estuvo la paella cocinándose, los muslos de pollo todavía estaban semicrudos contra el hueso. El famoso calor del metal no había sido suficiente, y allí cayó derrotada “mi obra de arte” que mis primos Oscar, Federico y Cecilia habían seguido juntos a los chicos. En la foto se ve fantástica,y no quedó del todo mal, pero la cocción del pollo fue un detalle demasiado feroz para que un cocinero exigente se sintiera satisfecho con su obra. Tal vez debí encender el segundo círculo de gas que apenas escapaba del culo de la paellera, pero las grandes virtudes del metal y su capacidad para absorver el calor, me convencieron. Grave error, simulado por la buena voluntad de los comensales, que entre elogios me felicitaban, pero mi ojo crítico no podía ignorar por donde rengueaba mi obra culinaria.

La otra experiencia con gusto a frustración ocurrió en la mencionada isla de Tabarca, esa que desde el aire se parece al lomo de un cocodrilo. Con Axel, un amigo radicado en Alicante, decidimos visitar la isla navegando en su velero, que había traído en un viaje aventurero desde Suecia, atravesando Europa por los canales que unen el Mar del Norte con el Mediterráneo. Axel nació en Argentina, su padre era sueco y su madre francesa, y llegó a Estocolmo como refugiado a fines de los 70. Salimos una mañana con viento en popa, y en unas dos horas llegamos al puerto de Tabarca. Allí amarramos el velero, y recorrimos las pocas calles del poblado. Casas viejas, algunas de ellas con muchos años sobre sus techos, nos hablaban de un mundo apartado de la agitada vida de Alicante y sus alrededores. Aquí el tiempo tenía otra dimensión, y para un ojo atento y sensible, todavía podían apreciarse a la sombra de los árboles achaparrados a los viejos piratas árabes repartirse el botín de su última fechoría, o a los legionarios romanos deambular por las rocas donde rompe el mar. Sobre el puerto mismo se ubican algunos restaurantes que en Alicante tienen la fama de hacer las mejores paellas de la región. Así me lo comentaba Ángel, un veterano marinero tuerto, que había perdido el ojo izquierdo en un accidente, y que a través de sus gafas de sol parecía horadarte el alma con aquél ojo de vidrio fijo. Comiendo un pulpo a la gallega en un bar alicantino de Carolinas Altas, salió la conversación de que en Tabarca, efectivamente hacían la paella más sabrosa de Alicante.
Con esa expectativa entramos a unos de los tres o cuatro restaurantes que hay en la isla, a deleitarnos con el arte culinario de sus cocineros. Así que expectantes y con hambre, esperamos que llegaran los platos que nos acercarían al cielo, ya que estábamos rodeados de azul y verde esmeralda.
Lo que nos pusieron delante de nuestras narices fueron dos moldes de latón que probablemente habían estado demasiado tiempo en un horno. Era una masa compacta de arroz, de color oscuro, ni rastros del color dorado del azafrán, y donde se adivinaba algún que otro marisco en aquél escenario desolador. Traté de convencer a Axel de protestar e irnos sin pagar, pero su medio origen sueco triunfó sobre la otra mitad argentina, y prefirió comer sin protestar. Dejamos casi todo en los moldes de aluminio después de intentar descubrir algún sabor milagroso en el arroz recocido. No lo hubo, pero esto no me desanimó para seguir cocinando este plato que tanto placer nos ha dado en otras ocaciones. Los fracasos son fuente de inspiración para nuevos triunfos ... aunque claro, aquéllos también acechan a la vuelta de la esquina, como el de Montevideo.