Hace poco tiempo una amiga decidió quitarse la vida de una forma asistida. Estaba enferma de cáncer, y ya la enfermedad era irreversible. Le quedaban dos alternativas. Ir apagándose y sufriendo lentamente la proximidad de la muerte a base de morfina y quimioterapias insufribles hasta quedar reducida a un montón de piel y huesos, irreconocible para los seres más queridos que la rodeaban. O elegir adelantar lo ineludible, con valor y planificando las últimas semanas de su vida rodeada de esos amigos que la apoyaron. Y eso fue lo que eligió. A los que estábamos lejos nos pidió que escribiéramos unas cartas que recordaran los momentos compartidos, las buenas y las malas como parte de una ceremonia de despedida.
Y así fue, se despidió de este mundo escuchando nuestras palabras escritas y de la boca de los que estuvieron presentes, bebiendo un cóctel en una clínica de Ginebra. Rodeada de sus amigos más cercanos se fue con dignidad, conciente y valerosa.
Poca semanas después me enteré que otro antiguo amigo había decidido también quitarse la vida al saber que su cáncer ya no tenía cura, o si la tenía de todas formas ya no tenía sentido seguir viviendo, sus naves estaban encalladas y no había motivos para seguir izando las velas de nuevo. Embutido tal vez de un nihilismo que lo había atenazado hacía mucho tiempo, su elección estaba también clara. Pero murió solo, de un tiro en el corazón, porque aquí en Suecia como en la gran mayoría de los países está prohibido quitarse la vida de una forma asistida.
Estos dos casos ponen en el tapete la diferencia de elección que nos queda si vivimos en un país o en otro cuando las reglas de la religión ( en nuestro caso cristianas) todavía predominan en el contenido de las leyes. Es decir esas legislaciones nos han quitado el derecho que debería ser sagrado (ya que hablamos de religión) de poner fin a nuestras vidas cuando hay motivos como los que tuvieron esos dos amigos y uno elige completamente conciente de las consecuencias de esa decisión.
Una se fue entera y sin reproches, arropada en el amor y cariño de sus amigos. El otro, sólo y probablemente amargado y rencoroso, con la última esperanza de que lo encontraran algunos de sus pocos amigos que le quedaban, antes de que sus hijos, que los visitaban de vez en cuando, llegaran a su casa y se encontraran con su cadáver.
Sí, debemos luchar por ese derecho, que la muerte asistida sea una realidad para aquéllos que eligen ese camino digno para dejar este reino de los vivos y de los muertos vivientes que esperan que alguien les cierre el tubo de oxígeno o les inyecte la sobredosis "por error".
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