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viernes, 29 de octubre de 2010

Siesta (Cuento)

El coche rodó silenciosamente sobre el pavimento y quedó detenido bajo un frondoso olmo y un gigantesco pino. El lugar no podía ser más ideal. Mario bajó la ventanilla del coche y escuchó el rumor de las hojas del olmo. Un brisa fresca con olor a hierba y flores invadió el interior del coche . Mario miró a su alrededor y no vio a nadie. A esa hora de la tarde, y con 32 grados de calor nadie andaría rondando por allí. El edificio de ladrillo rojo parecía desierto; el único movimiento era el del gallo de hierro en su cúpula y los mirlos que picoteaban en el suelo.

Mario bajó el respaldo del asiento, y se recostó cómodamente en él. Cerró los ojos y los pensamientos comenzaron a agolparse como un tropel de búfalos perseguidos por leones en la sabana africana. Sonrió y suspiró. Vio a sus tres hijos jugando en el patio interior del edificio de apartamentos, cada uno concentrado en patear la pelota, recibirla, dominarla y hacer alguna pirueta antes de entregarla al próximo. Hasta Romina, su segunda hija, desafiaba a sus dos hermanos varones, Matías y Fernando.

Se imaginaba el futuro, y se preocupaba. Qué sería de ellos? Cómo podría ayudarlos para que siguieran el buen camino? La mayor, Jacqueline, estaba estudiando en París, y sabía lo que quería. Pero a los tres más chicos hoy nada de eso les preocupaba, pensaba Mario mientras el sueño parecía deslizarse por su cuerpo como un fino manto de niebla. A ellos sólo les preocupaba quién los llevaría hasta el próximo pueblo para disputar el campeonato relámpago de fútbol; o el último juego para la computadora; la fiestita para los compañeros de clase, o si les podían comprar los últimos jeans de moda. Las tareas de las escuela iban bien. Sí, ahí había un buen indicio de que estaban bien orientados, confirmó Mario. Aunque con Ilda no descansaban siguiendo día a día la actividad escolar, las tareas que traían a la casa, y vigilando sobre todo las nuevas amistades. Mario sabía que esto era muy importante, ningún pendejo iba a torcerle el camino recto que quería enseñarle a sus hijos, pensó. Era una suerte que Ilda por el momento no tuviera trabajo a pesar de haber estudiado tantos años. Podía ocuparse de ellos más tiempo. Pero por otro lado le obligaba a él a trabajar extra, para compensar la pérdida económica. Aquí también debía ocurrir un cambio, sin dudas. Su mujer debía comenzar a trabajar si querían cumplir el sueño de la casa propia, recordó Mario saliendo otra vez del sueño. Ese tema también lo obsesionaba y abrió los ojos unos segundos.

De todas formas él lograba renovar sus fuerzas y la fe en su familia con las visitas a la iglesia que hacían juntos todos los domingos. Allí estaban a primera hora y conversaban con las monjas que cuidaban de la catedral. Mario siempre llevaba su guitarra y con sus hijos y otros chicos, alegraban las reuniones con canciones religiosas y otras populares. Los sacerdotes estaban satisfechos con esa actividad, aunque Mario no estaba muy contento con el último cura llegado de España, ya que había confesado con voz muy arrogante pertenecer al Opus Dei.

Mario acomodó mejor su espalda para relajarse en el asiento, pero cuando otra vez estaba por dormirse, su pensamiento se dirigió una vez más a otro tema que lo obsesionaba en esas últimas semanas. No era otra cosa que los vecinos que se habían mudado recientemente y que habitaban el piso pegado al suyo. La música atravesaba las paredes mal aisladas del apartamento a toda hora, y nadie podía descansar en la casa. Él que trabajaba hasta doce horas por jornada en algunas ocasiones estaba cada vez de peor humor y nervioso. Poder dormir era su único placer cuando después de trabajo caía rendido junto a su Ilda. La siesta era además un pequeño paréntesis en la mitad de la jornada, y ya no podía hacerlo en la casa porque hasta en ese momento la música le robaba el silencio.

A pesar de golpearles la puerta y rogarles que bajaran la maldita música con ritmo de salsa, ballenato y tantas otras expresiones musicales caribeñas,todo había resultado inútil. Simplemente se cagaban en los demás, pensó y la ira invadió su mente. No le quedaba otro camino que denunciarlos. Ya había otros vecinos que pensaban lo mismo. Juntos podrían influir para que, o bien respetaran las reglas o se marcharan. Mejor esto último, pensó Mario. El día anterior uno de los hijos mayores de la familia lo había amenazado porque les había pedido que bajaran la música. Eran unos patoteros, no, lumpen era la mejor palabra, sentenció. Por eso estaba ahí, en el coche, bajo ese frondoso olmo, escuchando el rumor del viento, entrando en el túnel del sueño, lejos del bum, bum de esos mal educados, y los gritos y risas de sus hijos. Sí, este lugar era ideal: un mirlo entonaba su mejor canción, el aroma de la hierba, las hojas temblorosas del olmo, que mejor sitio que este para dormir esa hora de descanso que tanto necesitaba? La siesta, no había nada mejor en un día de calor.

De pronto sintió unos pasos detrás del coche. Los pesados párpados demoraron en abrirse, y cuando por fin decidieron permitirle ver la luz, descubrió un rostro ante la ventanilla del coche que lo miraba con curiosidad.

- Hola, dijo el hombre canoso, que llevaba unas herramientas de jardinería en ambas manos y vestía un mameluco azul ya desteñido por los años.

- Hola - respondió Mario frotándose los ojos.

- Disculpe, pero que hace aquí? - le preguntó el hombre sin que en su tono se escuchara más que una sincera curiosidad.

- Mire, verá Ud. –respondió Mario algo confundido - La verdad es que en mi casa hay tres chicos que son un infierno y unos vecinos que parecen estar de fiesta durante el día y la noche. Simplemente no puedo dormir, así que decidí buscar un lugar tranquilo. Y como este no creo que haya otro igual en el barrio.

- En eso le doy la razón. – dijo el hombre con tono compungido - Perdone que lo haya despertado, pero no podía dejar de preguntarle. No es común ver aquí coches con gente tendida en su interior. Ud comprenderá, ocurren tantas cosas en la ciudad que uno nunca sabe...

- Tiene razón, y yo le pido disculpas –le interrumpió Mario. - Voy a quedarme una media hora más, si no le importa. Y después me marcho.

- Claro, no hay problemas. Siempre que quiera, es bienvenido - respondió comprensivo el hombre del mameluco, y se volvió sobre sus pasos rumbo al cobertizo donde seguramente guardaba las herramientas e instrumentos de jardinería.

Mario se sintió feliz. Ahora sí que podría conciliar el sueño. El hombre del mameluco había comprendido su situación, e incluso le dió luz verde para que viniera a descansar cuando quisiera.

Miró a su alrededor las filas de lápidas de granito y mármol donde estaban tallados con letras doradas el nombre de sus nuevos vecinos. Estos sí que eran silenciosos. Cerró los ojos y sólo escuchó el latido de su corazón.

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