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jueves, 25 de enero de 2024

Encuentros casuales y confesiones sinceras

 La suerte de los inmigrantes en cualquier país que se encuentren depende, entre otros factores, de su habilidad para adaptarse a la nueva realidad, a su propia capacitación, educación y resilencia ( palabra tan de moda) y, también, la suerte en encontrarse con otras personas que quieran ayudarles a iniciar su nueva vida o, por el contrario, pongan piedras en el camino. Recorriendo el sur de España, me encontré por casualidad con dos  mujeres colombianas en distintos ámbitos y pude conocer de cerca las situaciones y las circunstancias en la que se hallaban como inmigrantes.


Torrox Costa. Andalucía.

Con la primera coincidimos en el mismo autobús que nos llevaba de la pequeña Torrox Costa a Málaga. Yo venía de visitar a unos amigos y me había sentado junto a la ventanilla para observar el paisaje andaluz, cuando un grupo de pasajeros llegó a último momento, atrasando la partida con la buena voluntad del conductor. Varios de ellos pasaron de largo del  asiento libre a mi lado, hasta que una mujer, en cambio, me preguntó si podía sentarse en el lugar que estaba libre. Por supuesto, respondí, y acomodé la mochila que estaba ubicada en el asiento en mi falda. Calculé que por su apariencia y tono de voz era sin dudas colombiana, no tendría más de treinta años, de piel negra azabache y pelo crespo sostenido por un pinzas y broches de vivos colores.

Para mi pesar, la joven sostenía una conversación telefónica que no había cortado al subir al autobús, y siguió hablando en voz bastante alta sin guardar reparos, a pesar de que se trataba de un tema familiar. Después de unos  kilómetros recorridos, llegamos a Torre del Mar, y esta vez cambió de interlocutor por medio del modo de charla por vídeo. Cuando finalmente apagó el celular, no pude ocultar cierta irritación que disfracé con buen tono, y le dije que me estaba enterando de su vida privada, si esto no la molestaba. Para mi sorpresa ella sonrió despreocupada, y me pidió disculpas. Tuve que suponer que del lugar de donde venía, esas conversaciones también eran públicas, sin que a los implicados no les importara que los demás escucharan. Mi hermetismo rioplatense recibió una cornada.


Roto el hielo de mi parte, la muchacha se presentó extendiendo la mano. “Me  llamo Valery y disculpa si te he molestado” dijo todavía sonriendo despreocupada. Me preguntó si era argentino, algo común cuando la gente no distingue entre porteños, uruguayos, salteños o entrerrianos. Tenemos expresiones y ciertas palabras en común y alcanza para confundirnos. Pronunciar la “elle” como “y” tampoco pasa desapercibido. Para mí, que conozco a muchos colombianos por haber estado allí, y trabajado con algunos de ellos, no fue difícil ubicar su procedencia, aunque no podía deducir de qué lugar venía ella de la extensa Colombia. Después del rutinario intercambio de detalles de orígenes y el destino del viaje, Valery me contó que era de Cali, “del valle”, recalcó con énfasis. ¿Una distinción importante para los caleños? Sea como sea, iba a Málaga para arreglar algunos asuntos personales y preparar su viaje de regreso a Colombia para asistir a una hermana enferma, me contó.


Eso era una sólo una parte de una situación más dramática, me enteraría después por esta Valery tan abierta para la comunicación. Se había quedado sin trabajo a causa de un incendio en el restaurante donde había trabajado hasta hacía pocos días. Sospechaba que su patrón, también colombiano, había sido víctima de un atentado por parte de algún grupo mafioso, por deudas, negocios turbios con bandas criminales o, en última instancia, un incendio provocado por él mismo para cobrar el seguro y escapar de un negocio que no marchaba del todo bien, deducía ella sin ocultar su frustración. La policía tal vez aclare las causas de ese incendio y la suerte de su antiguo patrón, le dije a modo de consuelo. Sonrió descreída. En todo caso, como trabajaba en negro por estar ilegal, no recibirá ninguna compensación por su cesantía. Su estado de ánimo era la de una persona que pasaba  de un presente oscuro y un futuro incierto, pero, con ese espíritu optimista caribeño, tejiendo nuevas expectativas sin rendirse, es decir continuar luchando por su supervivencia , si no era en España, sería en EE.UU. Al parecer, tenía una posibilidad en caso de que fracasara ingresar a España en febrero, cuando pensaba regresar. Una vez que le sellaran el pasaporte de salida en Barajas, el regreso sería imposible por estar ilegal con la visa vencida. Sin embargo, especulaba que si entraba por un tercer país de la UE, tal vez lograra atravesar la frontera por el País Vasco, Cataluña o Extremadura. Tenía que pensarlo bien, me dijo al despedirse en la estación de autobuses de Málaga. Preocupada, pero optimista, se alejó con paso decidido.


Mercado de Benalúa. Alicante.

A Sara, la segunda colombiana, la encontré en el mercado del barrio de Benalúa, en Alicante. Estaba curioso por conocer ese lugar. Nunca lo había visitado, y pensaba que sería una colmena de humanos alrededor de los puestos de venta, curioseando y comprando los productos que se ofrecían. Apenas atravesé la puerta de vidrio corrediza de entrada, la desilusión fue muy grande al ver lo pequeño que era y la poca gente presente. En mi fantasía había recreado un ambiente muy grande y concurrido por los clientes curiosos y entusiastas por adquirir   carnes, verduras, frutas, quesos y otras delicias del campo. En verdad me esperaba algo más grande, con más clientes en busca de una alternativa más barata y de mayor calidad que la que ofrecen los supermercados, pero no fue así. Poca gente a esa hora, cerca del mediodía, y muchos puestos cerrados y la mayoría de reducido tamaño. 

De todos modos di una vuelta alrededor de los puestos abiertos para ver qué ofrecían y, como había hecho una larga caminata de más de una hora, me detuve en uno de los que servían cerveza, para tomarme una caña y aplacar la sed que me raspaba la garganta.

Detrás del mostrador con forma de ele, estaba Sara, me enteraría después de su nombre, una mujer de unos cuarenta años, rostro redondo, donde por sus rasgos conviven una mezcla de genes de blancos e indígenas mezclados, pude deducir con riesgo a equivocarme, por supuesto. Ella estaba parada en un cubículo de no más de tres metros cuadrados, rodeada de una máquina de café expreso, algunas botellas de vinos, vermut, vodka y ron, en un estante empotrado en la pared, una heladera pequeña en un rincón, el dispositivo para servir cerveza de barril junto al mostrador y, a un costado, en la parte delantera, detrás de un vidrio algo opaco por el tiempo, y sobre un pequeño estante, una pálida tortilla de papas y una tarta de espinaca que esperaban algún cliente con apetito.


Me senté en uno de los altos taburetes frente al reducido mostrador y pedí la cerveza que mi garganta me pedía a gritos. Tenían una sola marca, la Estrella Damm, de origen catalán, fábrica fundada por un alemán, que bautizó modestamente con su apellido a esta generosa bebida, en 1876. 

Pedí unos maníes, o cacahuates en la jerga local, y le pregunté rutinariamente de dónde venía, y confirmó mi sospecha de que era colombiana. Completados los intercambios de nombres y procedencias, ella venía también de Cali, “del valle”, también enfatizó . Le pregunté porqué estaba tan poco concurrido el mercado ese día y, curiosamente, casi la mitad de los puestos cerrados. Según me contó, hacía apenas dos meses que ella estaba en España, y quince días que se movía en aquel cubículo de reducidas dimensiones. Los días lunes la concurrencia de clientes mermaba, había podido comprobar en esas pocas semanas que estaba allí. La gente volvía los martes o miércoles y preferentemente los jueves, y los fines de semana también, aseguró. 

Tenía familia que, aunque no precisó de quienes se trataba, estaban también implicados en el pequeño negocio. La marcha del mismo no era muy promisoria por el momento, pero tenía esperanzas de que se reabrieran los puestos cerrados desde hacía un tiempo en el mercado, con nuevos propietarios y ofertas de productos; la clientela regresara en mayor número al local y su propio puesto marchara mejor. Los mercadillos de los jueves, en la calle vecina, animaban también a los visitantes a consumir más en su puesto ese día, así que “por ahora se las apañaba”, dijo con voz esperanzadora. Eso sí, extrañaba a su ciudad natal y a la familia que dejó atrás, madre y padre, así como otros familiares. Pero lo mismo que Valery, no encontraban en Colombia posibilidades de poder salir adelante con sus vidas, en un ambiente muy complicado debido a la corrupción, la violencia y la debilidad de las autoridades en controlar la situación. ¿El gobierno de Petro no le había despertado alguna esperanza? Le pregunté. Pues no, todavía no se habían notado cambios y la intención de subir los impuestos, que creía que era inminente, impedía a los pequeños emprendedores a continuar con sus actividades. Probablemente esos nefastos augurios eran más producto de la desinformación de la oposición que una realidad. Pero cuando los medios operan en contra de un gobierno que pretende reformar el viejo régimen, las noticias falsas invaden la atmósfera mediática. Esto desplaza temas como las consecuencias del accionar del crimen organizado, las funestas políticas neoliberales que azotaron a Colombia a lo largo de su historia, los asesinatos entre bandas criminales, el desplazamiento de los campesinos por los grandes capitales en el campo, etc. No obstante, la desconfianza a los políticos y a las instituciones, a veces justificada por las duras experiencias que muchos han vivido,  es visceral. Valery tenía la misma opinión, a pesar de haber sufrido durante toda su vida gobiernos que explotaron al máximo a sus poblaciones sin ofrecerles más que la oportunidad de abandonar el país. 


Estas dos personas obligadas a emigrar, son un ejemplo más de la inmensa brecha que separa a los pueblos de América Latina  de las élites que todavía campean a sus anchas en el continente, a pesar de los esfuerzos que algunos proyectos progresistas de izquierda han tratado de llevar adelante para corregir tremendas desigualdades. Y si estamos a 90 segundos como señala el “reloj del fin del mundo” de la destrucción de la civilización humana a causa del cambio climático y los conflictos bélicos que pululan por algunas regiones del mundo, no hay mucho espacio para el optimismo, aunque muchos no se enteren. Continuar con las rutinas  diarias nos ayuda a seguir remando junto a los seres queridos o en la soledad para no sucumbir. El conformismo es parte de nuestra humanidad, aunque siempre hay algún resorte de rebeldía escondido y que ojalá, salte algún día por los aires.

 ¿Retomaremos el camino de la cordura, la empatía y la solidaridad con los que están tirados en la lona? ¿O seguiremos en el horno hasta achicharrarnos finalmente en Gaza, Ucrania, Yemen, Líbano, Israel, Irán, solo para empezar?

1 comentario:

  1. Un mundo Desigual

    Cuando los españoles, europeos y asiáticos emigraron hacia tierras americanas, fueron recibidos y tratados con cordialidad dando un nuevo porvenir a sus vidas.
    Hoy día, siendo el turno de americanos, africanos, asiáticos de emigrar de sus tierras, no son recibidos como nuevas fuerzas, pero si con desconfianza, discriminación y siendo alojados en lugares que ni las cucarachas habitan.
    Los africanos que sacan un pasaje para el continente americano y hacen escala en Madrid o alguna localidad española, con el propósito de hacer escala en España, se quedan en el aeropuerto español y solicitan asilo.
    Cosa que el gobierno español pretende detener y no darle posibilidades a los africanos de ser bien recibidos.
    En fin, el saqueo de riquezas e históricos realizado por los europeos al continente africano fue y sigue siendo totalmente legítimo. Pero la inmigración africana a suelo europeo es hostilmente recibida.
    Los latinoamericanos, denominados como Sudacas por los españoles son siempre bienvenidos con desconfianza.
    Una realidad poco alentadora.
    Las guerras impuestas por el poder armamentístico son el nuevo petróleo de los capitalistas.

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