
La ola de fiebre monárquica recorre Europa como un fantasma. Primero fue el casamiento de la princesa sueca Victoria con el "plebeyo" Daniel. Y Victoria ha anunciado que está embarazada, así que "otro má pa alimentá".
Ahora es el turno de los muy británicos príncipe William y la "plebeya" Kate unan sus manos e intercambien anillos como en las mejores escenas de Hollywood. Por la tv serán millones los que sigan la ceremonia de sombreros y fracs, y tantos uniformes de alto rango conque se disfrazan príncipes y reyes. Y después nos reímos de Gadaffi. Afuera, cientos de miles de británicos y turistas de todo el mundo se agolparán en las calles para saludar el paso de la feliz pareja en ese tinglado de carroza y caballos, imagen de una institución que sobrevive como símbolo de épocas mejores, y que extrañamente sigue uniendo a la mayoría de la gente independientemente de su extracción social, e incluso ideología. Los monarcas comparten todavía con las instituciones democráticas un espacio simbólico y una mayoría silenciosa adora ese símbolo nacional. En las escuelas de esos países deberían recomendar leer, entre otros, el último libro de Vargas Llosa, "El sueño del celta", donde se relatan las "hazañas" del imperio belga durante el reinado de Leopoldo II, considerado por sus pares europeos "como un benefactor filantrópico digno de admiración". Algo que le costó millones de vidas al continente africano.La paradoja en todo este asunto es que en plena crisis económica la realeza parece renacer con ímpetu primaveral a pesar del olor rancio que sale de sus palacios. Y es que en estos tiempos de inseguridad económica y crispación política las casas reales tienen un papel simbólico de continuidad e irradian una falsa seguridad. Frente a un mundo donde la sociedad y sus instituciones democráticas son sacudidas por cambios imprevistos y profundos, es fácil perder la brújula. La desorientación también da oxígeno a la ultraderecha que gana terreno en muchos países europeos, con o sin monarquía. Sí, la continuidad y lo aparentemente romántico de ese escenario nos transporta a un mundo ideal lejos de la miseria y la desesperación que viven millones de personas. El ser humano es contradictorio, y el temor a que todo se derrumbe lo lleva muchas veces a aferrarse a los símbolos que perduran desde hace siglos. Y con mucho respeto a las preferencias personales, sería bueno que esas monarquías fueran desapareciendo lentamente - y los palacios se convirtieran en museos de una época donde unos pocos elegidos tenían el privilegio de vivir de y por encima del resto de los ciudadanos.
Datos interesantes:
La casa real británica cuesta alrededor de U$S 40-50 millones anuales.
La holandesa alrededor de U$S 40 millones.
La noruega unos U$S 20 millones.
La sueca y la danesa unos U$S 10 millones.
La española es de las más baratas, unos U$S 7 millones.
Estos cálculos ha sido hechos por Herman Mattjis de la Universidad de Bruselas.
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