Vistas de página la semana pasada

sábado, 21 de abril de 2018

Cuentos en la Nube EL EMBARQUE

El año pasado Graciela, una amiga de mi ciudad natal, me informó de un proyecto denominado El Embarque en Uruguay, donde se invitaba a los interesados a enviar una historia dentro de un marco bien definido. 
Se trataba de historias contadas por las personas que fueron obligadas a abandonar el país, en distintas circunstancias,  por motivos de persecución política, represión o razones  económicas. Solo 33 serían seleccionadas. Pero el proyecto es solo para los residentes en Uruguay, así que no pude presentarla. De todos modos la agrego a mi blog y la comparto para quien quiera leerla.

EL EMBARQUE

Los acontecimientos se precipitaron para César cuando menos lo esperaba aquella fría noche de agosto de 1976. Había regresado del mar después de estar embarcado tres semanas en el buque de pesca Río Solís. Estaba cansado y de mal humor por las largas horas de faena. Era la alta temporada de pesca y en los buques se trabajaba a destajo.

 Caminó un largo trecho hasta la parada del ómnibus y esperó hasta que llegó el que lo llevaría hasta su barrio. Al llegar ante el edificio de apartamentos donde vivía se  encontró con el propietario. Era un hombre joven, siempre había sido amable y servicial con César. Sin mayores preámbulos lo detuvo antes de entrar al pasillo central. En su rostro se reflejaba miedo y preocupación. Acercándose lentamente y mirando a los costados le dijo al oído y con la voz temblorosa que había un grupo de soldados esperándole en su apartamento. Habían allanado el lugar, habían preguntado por él, y ahora estaban esperándolo dentro del apartamento seguramente para detenerlo.

El impacto de semejante golpe de la dura realidad, olvidada a bordo del buque y del exilio en el mar,  dejó a César paralizado por un instante. La libertad vigilada que gozaba desde hacía dos años  tenía como rutina ir a firmar y declarar sobre sus actividades una vez por semana al cuartel de Artillería Nro.1, en el Cerro.  El intenso trabajo y su tardanza en regresar a Montevideo y el incumplimiento involuntario de las reglas impuestas por los militares,  motivó seguramente  a los oficiales encargados del control de los "ex-reclusos" a activar el código de alarma y salir en su búsqueda, pensó César. Pero no estaba seguro. Desconectado del mundo durante esas tres semanas cualquier cosa podría haber pasado. 

César recordó que había pasado anteriormente por una experiencia similar cuando un comando desconocido asesinó a un coronel del ejército uruguayo en París, Francia. El oficial ejercía como agregado militar en la embajada.  Los que en ese entonces estaban bajo libertad vigilada como César, fueron detenidos y maltratados, algunos torturados, por ”el atentado criminal contra las FFAA de la patria”, gritaban los oficiales que interrogaban y torturaban a los detenidos,  aparentemente furiosos por lo ocurrido. Sin embargo nunca se confirmó quién había sido el autor de aquél asesinato del coronel ¿tal vez sus propios colegas por rivalidades internas? Las especulaciones giraban en todos los sentidos y César pagó su parte con diez días de reclusión en un cuartel, aunque en su caso no hubo maltratos en los interrogatorios. 

César le agradeció al propietario del edificio por la advertencia y se fue a llamar por teléfono a Renata, su pareja que en ese entonces habitaba también en Montevideo. Entró en el bar de la esquina donde unos parroquianos jugaban a las cartas y apenas se fijaron en él. Allí había un teléfono público y nadie lo ocupaba en ese momento. Aparentemente los militares no habían dejado a nadie en el bar para controlar en caso que apareciera por allí. 
César agradeció que Renata respondiera inmediatamente a su llamada, y le contó lo que sucedía. Ella le dijo que fuera inmediatamente a su casa y buscarían juntos una solución. 
Él colgó el teléfono y se dirigió a la avenida que pasaba cerca de allí. Paró a un taxi y le dio la dirección cercana a la casa de su novia, por seguridad y precaución, y caminó controlando siempre los movimientos de la calle. Zizagueó por la zona y cuando estuvo seguro que no lo seguían subió al apartamento de Renata. Ambos discutieron sin preámbulos sobre la situación y decidieron  irse a Buenos Aires al otro día. 

- No podés quedarte aquí a ver que pasa.
- No sé, a lo mejor me largan enseguida si me detienen.
- ¿Y si no lo hacen? Tu patrón no sabe en la situación que estás y si no aparecés por algunos días seguro que te despiden. Los milicos conocen que trabajás en un barco. ¿Cómo es que montan una ratonera en tu apartamento cuando podían mandar a un  funcionario para averiguar si estabas embarcado? ¿No habría sido más lógico?
- No trabajan así, pero tenés razón, aquí debe haber algo más. ¿Pero qué?
- Yo que vos no me quedaba para averiguarlo. Nos vamos a Buenos Aires. Yo te acompaño. Conozco la ciudad y allí podes hacer el trámite de refugiado ante la ONU, pedís protección y te envían a Europa. Miles de personas están refugiándose en Buenos Aires. Otros viajan a Brasil. -dijo Renata más convencida que él de que esta era la mejor solución.

César guardó silencio. Tenía que sopesar los pro- y los contra de una decisión que significaba un cambio total en su vida. Dejaría todo lo que había construido en ese período después de permanecer preso durante un año y medio en cuarteles y en una cárcel lejos de su familia. Ahora estaba libre bajo libertad vigilada. Esa realidad limitaba su vida, pero era mejor que estar encerrado en una celda. Alejarse de sus padres por quien sabe cuánto tiempo, y de su hermano menor que también necesitaba de su apoyo, era un difícil dilema. Abandonar el trabajo duro de marinero pero bien pagado; su casa, su novia, todo se volvía un caos en su cabeza.
Renata estaba dispuesta a acompañarlo a Buenos Aires, pero regresaría a Montevideo porque allí estaba también su familia. Pero pensar en otra sesión de interrogatorios y días de probable castigo o simplemente encierro en el cuartel, sería insoportable. Nada había hecho que lo incriminara en alguna acción ”subversiva”, pero la gente por miedo a veces incriminaba a otros para darle al ejército una señal de que querían colaborar. Y las consecuencias para el señalado o la señalada podían ser fatales, aún siendo inocente.

Temprano a la mañana siguiente Renata y César partieron para el aeropuerto en ómnibus. César llevaba como equipaje un bolso de mano de cuero marrón, y dentro solo había una camisa limpia, lo único que tenía en casa de Renata. El bolso pesaba menos que una pluma,  y César pensaba que ese vacío interior del bolso podía traerle problemas. Pero no había tiempo para ir de compras.

Llegaron al aeropuerto, que estaba a las afueras de la ciudad,  donde constataron que había poca gente esperando el primer y único vuelo a la capital argentina a esa hora. Era la primera vez en su vida que César pisaba un aeropuerto.  Por suerte para él Renata ya había realizado viajes en avión a Buenos Aires y conocía la rutina, así que podían moverse con total naturalidad. Luego de observar el ambiente, y a pesar que había una vigilancia policial y militar en el lugar, se acercaron al mostrador donde había una sola persona atendiendo a los viajeros. 

- Por favor, dos pasajes a Buenos Aires en el próximo vuelo  -pidió Renata al funcionario que los atendió aparentemente todavía medio dormido.
- Sí, cómo no. Sale dentro de dos horas. Permítanme ver sus documentos
 si son tan amables -dijo el hombre con voz tranquila.

César tuvo el presentimiento que allí podría ser el fin del intento de huir del país. Desconocía si el ejército ya lo tenía en la lista de requeridos o todavía no lo habían hecho.
 El funcionario chequeó los nombres con una lista que tenía a mano. Era evidente que nadie que estuviera en esa lista podía salir del país. Lo detendrían inmediatamente. A unos diez metros había dos policías vigilando y un poco más lejos un vehículo del ejército estacionado en la calle, a la entrada del edificio. Era un ”camello”, y dentro había seis soldados con aire relajado empuñando sus fusiles. Esos segundos fueron interminables, pero el funcionario finalmente puso las cédulas de identidad a un costado, aparentemente sin reaccionar. Los nudillos de las manos de César, que se habían puesto blancos  mientras apretaba la barra de acero junto al mostrador, cobraron el color normal. El peligro había pasado.

Con los billetes en la mano esperaron un rato, sentados y nerviosos, pensando que de todas maneras todavía podía ocurrir algo que los hiciera fracasar en su intento de abandonar el país.
¿Y si la huída era en vano? - se debatía César en su fuero interno a pesar que no quería hacerlo. ¿Valía la pena dejar todo cuando a lo mejor quedaba en libertad a los pocos días? Podía perder su puesto en el Río Solís, pero siempre había otros barcos donde pedir trabajo. Había escasez de marineros de pesca y los jóvenes que habían hecho un curso especial en el oficio para embarcarse, ya tenían experiencia de trabajo en altamar y eran buscados por los armadores de las compañías navieras. Se esforzó sin embargo por no pensar más en las alternativas, ya estaba jugado y tenía que aceptar que había tomado una decisión.

 Al fin llegó la hora de embarcarse. Subieron al avión de PLUNA sin contratiempos, y en poco menos de una hora llegaron a Buenos Aires. Bajaron y se dirigieron directamente al control de salida. Había tres individuos detrás de una larga mesa donde se presentaban los documentos y se revisaba el equipaje. Probablemente eran funcionarios de Aduana. Sin embargo César empezó a inquietarse. Había dos tipos más vestidos de particular con cara de matones, probablemente estaban allí para reconocer a gente requerida. ¿Serían uruguayos o argentinos? ¿Serían policías o soldados? Sus rostros eran severos y las miradas incisivas. Finalmente le tocó a Renata presentar su documento de identidad, mantuvo una corta conversación con el funcionario que César no pudo oír, y pasó sin demora al otro lado de la barrera. Renata llevaba una pequeña valija azul de mano, que el otro empleado de la aduana ni siquiera le pidió que la abriera para mirar cuál era su contenido. Inmediatamente le tocó el turno a César y el funcionario de aduana le preguntó inesperadamente:

- ¿Cuánto tiempo piensa quedarse en Buenos Aires?

César titubeó. No estaba preparado para responder a esa pregunta porque ignoraba las reglas para el permiso de estadía de los turistas uruguayos en Argentina. Renata se había olvidado de advertirle y él no le había preguntado. Ahora estaba en una situación que podía atraer toda la atención sobre él. No tenía pasaje de regreso y eso podía hacerlo aún más sospechoso, pensó. El viaje arriesgaba una vez más terminar en un interrogatorio con los policías que en Argentina era conocidos por su brutalidad e impunidad, y un destino final incierto.

- Tres meses - dijo espontáneamente. Fue lo primero que se le ocurrió.


El funcionario le miró extrañado al tiempo que miraba la solitaria camisa que parecía flotar tratando de llenar el bolso con los brazos extendidos. Los otros funcionarios y los policías se miraron entre sí también extrañados. Esas miradas de sorpresa se volcaron sobre él con ojos cada vez más incrédulos que parecían horadarlo para conocer el secreto de su viaje. Al otro lado de la barrera estaba Renata, impaciente pero simulando tranquilidad. César por fin reaccionó he instintivamente se disculpó, simulando que estaba de bromas.

- Perdón, solo una semana. Estaba bromeando. Vine a comprar ropa que aquí en Buenos Aires que está más barata, ¿saben?. Mis tíos me invitaron y ya tengo el pasaje de regreso esperándome en su casa. - atinó a decir con una sonrisa lo más ancha posible para justificar la falta de equipaje.
El funcionario sonrió también, aparentemente festejando la ocurrencia, y los otros dos aprobaron afirmativamente con un movimiento de sus cabezas y le sellaron la visa que le permitía entrar al país.
César se enteraría después que podía quedarse legalmente nada más que veintiún días en Argentina, aunque en una semana pudo concluir el trámite para recibir la calidad de refugiado de Naciones Unidas. Teóricamente era intocable. Esperó tres meses en recibir la visa para viajar finalmente a un país escandinavo. 
La solitaria camisa no lo acompañó en ese ocasión. Tampoco el bolso de cuero marrón. Ambos eran como aquéllos otros jirones de piel que iba dejando a lo largo del camino que lo llevaba al exilio. Y que nunca pudo recuperar.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Le agradecemos su comentario referido al tema. Cada aporte es una gota de reflexión sobre temas que interesan o preocupan. Suscríbase si desea seguir leyendo las notas y relatos de este blog.Es gratis.