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lunes, 3 de mayo de 2010

La promesa de Reinaldo

No podía haber quedado más conforme después de observar el final de su obra. El tornillo con forma de gancho en la extremidad estaba perfectamente ubicado en el centro del techo del armario, y era suficientemente grande y fuerte. Todas las medidas habían sido calculadas al detalle.

Ahora sólo faltaba poner el plan en marcha y cumplir con la promesa. Por eso Reinaldo se dirigió a su taller mecánico y empezó a ordenar los utensilios que necesitaba para llevar a cabo su plan. Nadie iba a detenerlo. Aunque él en todo caso no contaba con oposición alguna porque tenía bien vigilado el lugar y conocía las rutinas. No, nadie se le iba a interponer en el camino. Puso todo lo que necesitaba en un bolso y junto a una bolsa de arpillera, lo acomodó en el sidecar de su motocicleta. Se calzó los guantes y una gorra de lana porque la noche estaba fría. Empujó la moto hasta la calle y continuó así unos cuantos metros más. No quería despertar a su familia y preocuparla. A Reinaldo le gustaban los secretos, y prefería siempre mantener al margen a su familia de los planes que continuamente elaboraba. Por eso tenían todo lo que poseían. Nada de deudas y créditos. Trabajo, tesón y ahorro era su consigna. Respiró el aire frío de la madrugada y se sintió tranquilo. Se sentó y con una fuerte patada puso en marcha el motor de la vieja BMW que cuidaba como a una niña mimosa. Con el motor ronroneando suavemente se alejó calle arriba, y con la luz apagada. Reinaldo tampoco quería que algún vecino indiscreto del barrio lo viera partir a esas horas de la noche. Su plan no debía de contar con testigos, como tantas otras cosas en su vida.

*

El muro era alto y liso. Desde el otro lado de la calle y entre los árboles podía distinguir el alto y negro portón de hierro forjado. En la oscuridad de la noche apenas podía identificar los objetos con la nitidez que hubiera deseado. De todas formas podía ver con suficiente claridad el portón iluminado por una débil foco de luz rodeado por los insectos que encandilados se estrellaban contra la superficie de vidrio, haciendo aún más débil su amarillento resplandor.

Reinaldo recogió el bolso y con paso firme cruzó la calle y llegó hasta el portón que no se abrió a pesar de su vano intento de probar si realmente estaba cerrado con llave. Cuando lo hubo comprobado sin suerte, lanzó entonces el bolso y la bolsa de arpillera sobre el enrejado. Reinaldo se quedó quieto, aguardando alguna reacción. Como no la hubo se trepó por el enrejado y en pocos segundos había traspasado el primer obstáculo. Ahora estaba dentro del recinto, y una vez más aguardó un corto momento agazapado, para saber si alguien podía haber descubierto su presencia. Sabía que un sereno vigilaba el lugar, pero contaba con que dormiría a pata suelta. Así se lo había confesado el sereno mismo, entre cerveza y cerveza hacía pocos días en un bar cercano, cuando Reinaldo controlaba las rutinas del personal. El tipo era un idiota y jamás se enteraría de nada. Sintió que algunos pájaros –tal vez palomas- se revolvieron inquietos entre las ramas de los árboles. Pero pronto volvió a reinar el silencio. Entonces Reinaldo emprendió el camino hacia el lugar donde se encontraba lo que él buscaba.

*

Sus pasos hacían un leve ruido sobre la grava. Por fin se detuvo frente al sitio que conocía de memoria. Acarició la pared con sus dos manos y por sus fosas nasales penetró el olor dulzón y nauseabundo que impregnaba el aire que le rodeaba. Sonrió y se agachó para recoger los instrumentos de su bolso. Un pesado martillo y un largo punzón bastaban para ir debilitando la resistencia que ofrecía la placa de cemento recubierta de mármol que ocultaba lo que venía a buscar.

Para atenuar los golpes puso un trozo de trapo viejo sobre el punzón, y comenzó a romper con golpes medidos y acompasados la frágil y delgada superficie que unía la placa con la pared.

De vez en cuando se detenía para escuchar si el sereno había despertado. Nada indicaba esto, así que continuó con su labor, sistemáticamente como lo hacía en el taller. Cuando calculó que podía desprender la placa con la fuerza de sus brazos, puso el martillo y el punzón en el bolso. Sacó al mismo tiempo los guantes del bolsillo y fue probando sus fuerzas sacudiendo levemente la placa para no causar ningún ruido que llamara la atención. Sus músculos estaban tensos y comenzó a transpirar a pesar del frío de la madrugada. La placa cedió y tuvo que usar todas sus fuerzas para que no cayera estrepitosamente al suelo. La recostó contra la pared y dio un paso atrás. Una vez más controló si el sereno no se había despertado, y ya recuperada la respiración, miró hacia el negro agujero que guardaba su amado objeto. Retiró el largo cajón de madera con cuidado y lo abrió conteniendo la respiración.

*

Estaba amaneciendo cuando llegó a la casa con el motor de la motocicleta apagado. En el sidecar había acomodado la bolsa de arpillera que casi se parecía a una bolsa de papas recién comprada en el mercado de abasto. Con cuidado la alzó y la llevó al taller. Encendió las luces y inmediatamente se puso a trabajar sobre la larga mesa de metal. No podía perder tiempo.

Debía unir como un rompecabezas las partes sueltas y asegurarse que nada faltaba. Jamás se lo podría perdonar si cometía algún error. Sus hijas se lo reprocharían toda la vida, sabía lo exigentes que eran. Lo habían heredado de él, sin ninguna duda. Perforó y atornilló todo lo que era necesario; cepilló, limpió y lustró con líquidos apropiados para la ocasión, y por fin, una vez finalizada la obra, se dio un respiro para beber un vaso de agua. El frío líquido bajó por su garganta seca y sintió por un momento que las fuerzas lo abandonaban. Se sentó para no caer y cerró los ojos unos segundos. Una fuerte luz fue creciendo en aquella gruta imaginaria, y lo invadió reconfortándolo. Abrió los ojos y miró su obra. Nadie podría reprocharle nada. Era la promesa que había hecho. Y era la promesa que había hecho jurar a sus hijas cuando a él le llegara el turno. Por eso ahora que colgaba en el gancho del pesado armario no pudo menos que sentirse orgulloso. Lo había logrado sin ayuda de nadie, como tantas otras cosas en su vida. Su madre estaría agradecida.

*

Despertó a sus hijas y a su esposa. Las apuró para que se vistieran y las llevó hasta la habitación donde estaba el pesado armario. Las puertas con grandes espejos reflejaron las figuras de toda la familia. Abrazados y emocionados no podían simular el nerviosismo que los dominaba. Con cierto gesto teatral Reinaldo abrió las puertas del mueble de par en par, y les dijo a las chicas que guardaban un cerrado silencio:

- Saluden a su abuela, carajo!


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