El bar estaba casi vacío esa tarde cargada de relámpagos y
truenos.La pesada y eléctrica atmósfera se sentía en el aire que
respiraba, casi podía tocarse con los dedos, pensó Isidro mientras tomaba una
cerveza sin alcohol. Torció los labios en lo que parecía una sonrisa forzada al
recordar que antes de la diabetes y el colesterol, bebía copiosamente todo el
alcohol que le pusieran por delante. Luego se enteraría por su médico personal,
que su corazón latía demasiado desacompasado y había que corregir el ritmo de merengue de ese músculo incansable que bombea la vida a través de sus venas y
arterias. Pero lo que más le preocupaba eran las consecuencias que esas
dolencias tenían sobre otro músculo que le venía fallando desde hacía tiempo.
Ya ni con Viagra o Cialis, ni las pastillas con efectos milagrosos que los
chinos habían inventado alguna vez hacía miles de años, ayudaban a mantener
erguido a su miembro más querido y cuidado. Miró con nostalgia el afiche
colgado en la pared del bar que mostraba una mujer de pronunciadas curvas que
sonreía bajo el sol en una playa del Caribe.
Ya no podía disfrutar del aullido del amor, como le llamaba
a ese gemir constante que iba in
crescendo a medida que la excitación aumentaba, y terminaba en un alarido
de placer en las mujeres que había conocido. Pero en este último tiempo sentía
que estaba cada vez más lejos de vivir esa experiencia. No bastaba con seducir
a mujeres cada vez más jóvenes para lograr que su éxtasis renaciera como un ave
Fénix entre las cenizas de sus fracasos. Su última esposa lo había abandonado
hacía unos años por un motorista de Hells Angels munido de una larga barba y melena flameando
al viento, y que provocativamente conducía una Harley Davidson. Desde entonces
lo había intentado nuevamente porque no soportaba vivir solo, pero su
impotencia era como una muralla donde se estrellaban las mujeres que había
conocido últimamente. Su obsesión por el sexo le impedía ver que la mayoría de
esas mujeres querían establecer una relación, y no encamarse por un rato con
alguien que además no funcionaba como se esperaban.
- Se sirve otra cerveza? le preguntó el hombre detrás del mostrador.
- No, todavía no. En realidad la tomo por rutina, pero sin alcohol es imbebible.
- Lo entiendo, dijo el hombre y se marchó al otro extremo del bar.
Isidro volvió a sus reflexiones sobre los fracasos de su pasión que lo atormentaban, cuando entraron al bar tres
amigas que entre risas y grititos se sentaron y pidieron tres copas de vino blanco.
Aparentemente no le prestaron atención, y él siguió en sus cavilaciones, mirándose al espejo de bordes rodeados por una franja dorada llena de volutas y meandros, cubierto por botellas de bebidas espirituosas y de diversa procedencia, hasta
que descubrió que una de las chicas lo miraba intensamente en un espacio abierto entre tantas botellas. No pudo evitar hacer un
pequeño movimiento con su cabeza a modo de saludo, y ella le respondió con una tímida
sonrisa. La mujer tendría unos treinta años, era muy atractiva y sensual, pensó Isidro, al mismo tiempo que su corazón desbocado le latía aún más rápido y sentía un cosquilleo en el estómago.
Podía sentir cómo el corazón todavía descompasado resonaba en su pecho y sintió miedo de sufrir un infarto. Las
preguntas sobrevolaban como buitres sobre su cabeza: debía seguir adelante con
aquéllas escaramuzas de miradas elocuentes, pequeños gestos de aprobación y pícaras miradas insinuantes?
Parezco un adolescente, pensó. A sus setenta años Isidro era todavía un hombre atractivo porque su copioso
cabello blanco, algo largo como lo usan los bohemios y poetas, enmarcaban un
rostro de nariz algo romana y donde las arrugas todavía no habían hecho nido alrededor de sus ojos negros.
Labios todavía firmes y un mentón con un hoyuelo en la mitad, le daban un aspecto muy varonil, pensaba. Todos los que conocía le decían que había bebido de la fuente de la juventud. Sabía que su aspecto era atractivo para cierto tipo de mujeres que gustaban de
los hombres maduros como a él le gustaba definirse. Absolutamente no viejo como bromeaban sus amigos
cuando lo rodeaban en el bar, ironizando sobre el irreversible destino que les esperaba a todos.
Pidió otra cerveza mientras no dejaba de mirar de reojo a la
chica reflejada en el espejo y que seguía lanzando miradas cada vez más provocativas, entre risas y
comentarios que él no podía escuchar, pero que provocaban la hilaridad de las
otras dos amigas. De pronto se le ocurrió que le estaban tomando el pelo, que
aquéllo era una farsa montada entre las jocosas amigas para burlarse y divertirse a costa suya. Entonces no pudo impedir
que una profunda desazón le invadiera los sentidos. Se miró otra vez al espejo y vió a un
incipiente anciano condenado a no oír jamás el aullido del amor. El espejismo se esfumó entre los meandros del espejo. Miró la calle inundada por la lluvia y no le importó. Pagó las
cervezas y se marchó del lugar, todavía con las risas de las tres mujeres aguijoneándole la encorvada espalda.