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viernes, 29 de octubre de 2010

Siesta (Cuento)

El coche rodó silenciosamente sobre el pavimento y quedó detenido bajo un frondoso olmo y un gigantesco pino. El lugar no podía ser más ideal. Mario bajó la ventanilla del coche y escuchó el rumor de las hojas del olmo. Un brisa fresca con olor a hierba y flores invadió el interior del coche . Mario miró a su alrededor y no vio a nadie. A esa hora de la tarde, y con 32 grados de calor nadie andaría rondando por allí. El edificio de ladrillo rojo parecía desierto; el único movimiento era el del gallo de hierro en su cúpula y los mirlos que picoteaban en el suelo.

Mario bajó el respaldo del asiento, y se recostó cómodamente en él. Cerró los ojos y los pensamientos comenzaron a agolparse como un tropel de búfalos perseguidos por leones en la sabana africana. Sonrió y suspiró. Vio a sus tres hijos jugando en el patio interior del edificio de apartamentos, cada uno concentrado en patear la pelota, recibirla, dominarla y hacer alguna pirueta antes de entregarla al próximo. Hasta Romina, su segunda hija, desafiaba a sus dos hermanos varones, Matías y Fernando.

Se imaginaba el futuro, y se preocupaba. Qué sería de ellos? Cómo podría ayudarlos para que siguieran el buen camino? La mayor, Jacqueline, estaba estudiando en París, y sabía lo que quería. Pero a los tres más chicos hoy nada de eso les preocupaba, pensaba Mario mientras el sueño parecía deslizarse por su cuerpo como un fino manto de niebla. A ellos sólo les preocupaba quién los llevaría hasta el próximo pueblo para disputar el campeonato relámpago de fútbol; o el último juego para la computadora; la fiestita para los compañeros de clase, o si les podían comprar los últimos jeans de moda. Las tareas de las escuela iban bien. Sí, ahí había un buen indicio de que estaban bien orientados, confirmó Mario. Aunque con Ilda no descansaban siguiendo día a día la actividad escolar, las tareas que traían a la casa, y vigilando sobre todo las nuevas amistades. Mario sabía que esto era muy importante, ningún pendejo iba a torcerle el camino recto que quería enseñarle a sus hijos, pensó. Era una suerte que Ilda por el momento no tuviera trabajo a pesar de haber estudiado tantos años. Podía ocuparse de ellos más tiempo. Pero por otro lado le obligaba a él a trabajar extra, para compensar la pérdida económica. Aquí también debía ocurrir un cambio, sin dudas. Su mujer debía comenzar a trabajar si querían cumplir el sueño de la casa propia, recordó Mario saliendo otra vez del sueño. Ese tema también lo obsesionaba y abrió los ojos unos segundos.

De todas formas él lograba renovar sus fuerzas y la fe en su familia con las visitas a la iglesia que hacían juntos todos los domingos. Allí estaban a primera hora y conversaban con las monjas que cuidaban de la catedral. Mario siempre llevaba su guitarra y con sus hijos y otros chicos, alegraban las reuniones con canciones religiosas y otras populares. Los sacerdotes estaban satisfechos con esa actividad, aunque Mario no estaba muy contento con el último cura llegado de España, ya que había confesado con voz muy arrogante pertenecer al Opus Dei.

Mario acomodó mejor su espalda para relajarse en el asiento, pero cuando otra vez estaba por dormirse, su pensamiento se dirigió una vez más a otro tema que lo obsesionaba en esas últimas semanas. No era otra cosa que los vecinos que se habían mudado recientemente y que habitaban el piso pegado al suyo. La música atravesaba las paredes mal aisladas del apartamento a toda hora, y nadie podía descansar en la casa. Él que trabajaba hasta doce horas por jornada en algunas ocasiones estaba cada vez de peor humor y nervioso. Poder dormir era su único placer cuando después de trabajo caía rendido junto a su Ilda. La siesta era además un pequeño paréntesis en la mitad de la jornada, y ya no podía hacerlo en la casa porque hasta en ese momento la música le robaba el silencio.

A pesar de golpearles la puerta y rogarles que bajaran la maldita música con ritmo de salsa, ballenato y tantas otras expresiones musicales caribeñas,todo había resultado inútil. Simplemente se cagaban en los demás, pensó y la ira invadió su mente. No le quedaba otro camino que denunciarlos. Ya había otros vecinos que pensaban lo mismo. Juntos podrían influir para que, o bien respetaran las reglas o se marcharan. Mejor esto último, pensó Mario. El día anterior uno de los hijos mayores de la familia lo había amenazado porque les había pedido que bajaran la música. Eran unos patoteros, no, lumpen era la mejor palabra, sentenció. Por eso estaba ahí, en el coche, bajo ese frondoso olmo, escuchando el rumor del viento, entrando en el túnel del sueño, lejos del bum, bum de esos mal educados, y los gritos y risas de sus hijos. Sí, este lugar era ideal: un mirlo entonaba su mejor canción, el aroma de la hierba, las hojas temblorosas del olmo, que mejor sitio que este para dormir esa hora de descanso que tanto necesitaba? La siesta, no había nada mejor en un día de calor.

De pronto sintió unos pasos detrás del coche. Los pesados párpados demoraron en abrirse, y cuando por fin decidieron permitirle ver la luz, descubrió un rostro ante la ventanilla del coche que lo miraba con curiosidad.

- Hola, dijo el hombre canoso, que llevaba unas herramientas de jardinería en ambas manos y vestía un mameluco azul ya desteñido por los años.

- Hola - respondió Mario frotándose los ojos.

- Disculpe, pero que hace aquí? - le preguntó el hombre sin que en su tono se escuchara más que una sincera curiosidad.

- Mire, verá Ud. –respondió Mario algo confundido - La verdad es que en mi casa hay tres chicos que son un infierno y unos vecinos que parecen estar de fiesta durante el día y la noche. Simplemente no puedo dormir, así que decidí buscar un lugar tranquilo. Y como este no creo que haya otro igual en el barrio.

- En eso le doy la razón. – dijo el hombre con tono compungido - Perdone que lo haya despertado, pero no podía dejar de preguntarle. No es común ver aquí coches con gente tendida en su interior. Ud comprenderá, ocurren tantas cosas en la ciudad que uno nunca sabe...

- Tiene razón, y yo le pido disculpas –le interrumpió Mario. - Voy a quedarme una media hora más, si no le importa. Y después me marcho.

- Claro, no hay problemas. Siempre que quiera, es bienvenido - respondió comprensivo el hombre del mameluco, y se volvió sobre sus pasos rumbo al cobertizo donde seguramente guardaba las herramientas e instrumentos de jardinería.

Mario se sintió feliz. Ahora sí que podría conciliar el sueño. El hombre del mameluco había comprendido su situación, e incluso le dió luz verde para que viniera a descansar cuando quisiera.

Miró a su alrededor las filas de lápidas de granito y mármol donde estaban tallados con letras doradas el nombre de sus nuevos vecinos. Estos sí que eran silenciosos. Cerró los ojos y sólo escuchó el latido de su corazón.

                                                                 *

jueves, 27 de mayo de 2010

Pánico a volar

El avión iluminado por la luna parecía un fantasma sobre la pista. Era medianoche, y la mayoría de los pasajeros estaban ansiosos y cansados. El retraso de la partida, y la larga espera en el bar y restaurante del aeropuerto, los habían mantenido despiertos, charlando y bebiendo, a los más entusiastas. Las conversaciones iban y venían según la gente alzaba o bajaba la voz, y se mezclaban extrañamente el castellano, chino y ruso. La presencia de un nutrido grupo de turistas provenientes de Moscú y Beijing, añadía el ruso y el chino a los oídos de Nico, haciéndolo sentir más confundido de lo que estaba por la falta de sueño y su ansiedad. Finalmente se acomodó en su asiento, luego de que finalmente llegara la hora de partir en el avión de la compañía Iberia que hacía el recorrido Montevideo - Madrid.

Nico, que hacía su primer viaje a Europa como becado para hacer un Master en Ingeniería Hidrográfica en la universidad de Zaragoza, trató de relajarse y pensó que de todas formas podría dormir durante la mayor parte del viaje, y que estaría relativamente a salvo de aquél aquelarre con sólo cerrar los ojos y un poco de suerte. Además, el hecho de que estaba obligado a volar por primera vez en su vida, lo había puesto en tensión toda la semana, y estaba agotado por una sensación de temor irracional. Le costaba reconocerlo, pero ya en el avión no pudo más que darse cuenta que luchar contra el miedo era como pelear contra los molinos de viento. Por eso trató de ponerse lo más cómodo posible en el asiento; estiró las piernas, apoyó su cabeza en el respaldo, y contempló el techo iluminado de la cabina.

Las voces de las azafatas que saludaban a los pasajeros que se iban acomodando en sus respectivos asientos sonaban lejanas. A Nico le había tocado el segundo asiento de una fila de cuatro en el centro de la cabina. Un lugar por el que protestó pero no pudo cambiar a pesar de su insistencia.

Dos turistas rusas se habían sentado a su derecha. De vez en cuando le miraban y sonreían. Nico observó que estaban entretenidas mirando unos artículos de perfumería que habían comprado en alguna tienda exclusiva del centro de Montevideo. Eran mujeres de edad mediana, bien vestidas y no sin cierta elegancia. Las saludó en inglés y ellas respondieron “Privet! Privet!” en ruso.

En ese momento se paró a su lado, frente al asiento vacío del pasillo, un hombre de aspecto descuidado. Algo bajo de estatura y abdomen prominente, parecía salido de algún pueblo perdido en medio de la llanura desierta, propietario de un almacén de Ramos Generales o empleado de Correos, se imaginaba Nico. Lo reconoció porque le había llamado la atención instantes antes en el bar, por la forma como comía, o mejor dicho como engullía el lomo de cerdo que había pedido para la cena. Y luego, cómo fumaba un cigarrillo tras otro en la zona de fumadores, cabizbajo y envuelto en una nube azul de humo. Había algo en la mirada apesumbrada de aquél hombre, que le hizo pensar que arrastraba una pesada culpa. Vestía un buzo blanco de algodón con bordes rojos y azules en los puños En el pecho se notaban claramente unas manchas oscuras de café o de vino.

El hombre acomodó un bolso voluminoso y pesado en el portaequipajes ubicado sobre el asiento, y se sentó bruscamente apoderándose del apoyabrazos compartido, desplazando el brazo de Nico. No era el mejor comienzo para un viaje de doce horas -pensó Nico molesto, tratando de recordar si había visto algún asiento vacío en la parte trasera del avión. Pero la nave estaba completa, y para colmo de males, un bebé de meses estaba con sus padres una fila más adelante. El chico berreaba sin parar.

De pronto el hombre dijo en voz alta para que la pareja le escuchara:

- Parece que no vamos tener una noche muy tranquila, parece -exclamó con acento capitalino.

Nico se volvió hacia el hombre que tenía fija la mirada en el asiento delantero.

- Así es, tal vez sea una noche bastante agitada –dijo con algo de sorna, pero pensando en su vecino y no en el bebé que lloraba.

El hombre carraspeó pero no respondió. Siguió mirando fijamente el respaldo del vecino. El rostro rojo y abotagado le daba un aspecto casi estúpido, pues le colgaba el labio inferior.

- Los bebés suelen comportarse así cuando viajan. Lloran un rato hasta que el cansancio los agota y después se duermen como troncos - dijo Nico como si tuviera experiencia de viajes con chicos llorando. En realidad su intención era evitar que el matrimonio reaccionara, y se planteara una discución antes que se iniciara el vuelo. La presencia del hombre había aumentado la tensión que dominaba a Nico que hacía esfuerzos por controlarse y parecer normal a los ojos de los demás.

- Sí, tenés razón, pibe –comentó al fin el hombre. - Voy a tomar un par de esas botellitas de vino que tienen a bordo apenas pueda levantarme de este jodido asiento para ver si puedo dormir. Pero no voy a poder fumar, mierda carajo! -dijo el hombre resignado, bajando sin embargo la voz y abrochándose el cinturón de seguridad. Nico sentía que aquél borracho iba a joderle el sueño y el viaje si la suerte a la que había invocado finalmente no estaba de su lado.

Mientras el avión carreteaba sobre la pista y las azafatas repetían las instrucciones de rutina, Nico esperó que el hombre se quedara tranquilo, y que las luces finalmente se apagaran. Sentía que la transpiración comenzaba a correr por sus axilas y le mojaba la camisa. Trató de alejar la idea y las terribles imágenes del avión en llamas y la inminente catástrofe que se acercaba, y buscó mejor apoyo para su cabeza. Con suerte podría dormir de un tirón hasta que las azafatas lo despertaran para el desayuno. La cena no le importaba. A él sin embargo, también le hacía falta un trago para conciliar el sueño y fumarse un cigarrillo, pensó. Añoró el sabor del tabaco, el sabor dulzón penetrando en las mucosas de la boca, y la caricia aterciopelada en el paladar del whisky preferido.

El hombre, que había vaciado una botella de vino tinto y dos whiskies bien cargados durante la cena en el bar del aeropuerto, transpiraba ahora y un vaho a alcohol y tabaco emanaba de su cuerpo y de su ropa. Observaba con desparpajo a su vecino, haciéndose el canchero como si viajara en avión todos los días. Sin dudas se había dado cuenta de la tensión que vivía Nico. Las dos rusas entretanto se habían bañado con perfume, entre risas y y cuchicheos. La combinación del olor a alcohol que emanaba del cuerpo del hombre y perfume de las rusas, no podía ser peor, pensó Nico, mientras la sensación de náusea comenzaba a crecer paralelamente a su pánico, y trataba de dominar a ambas obligándose a pensar en su vida futura los próximos meses, y en el fantástico proyecto de la Expo de Zaragoza.

Apenas el avión despegó y las luces de advertencia se apagaron, el hombre se levantó y se dirigió a la parte trasera del avión donde trajinaban las azafatas preparando la cena. A los pocos instantes volvió con un vaso de whisky on the rocks –como gustaba llamarlo. Seguramente se había arrepentido por el camino, y en lugar de vino prefirió un somnífero de mayor potencia, pensó Nico. Una operación que repitió cuatro o cinco veces, antes de que sirvieran la cena. El hombre hacía girar los cubitos de hielo en el vaso de plástico, y los miraba con atención. No parecía muy satisfecho. De pronto, como decidiendo algo importante, se bebía de un trago el contenido del vaso y lanzaba un largo suspiro. Rechazó la cena lo mismo que Nico, quien había perdido totalmente el apetito.

Con la lengua arrastrándose como un camaleón en su boca, el hombre murmuró algo ininteligible.

- Perdone? No le entendí lo que dijo –preguntó Nico sin ganas de abrir los párpados ni de entablar de nuevo una conversación con aquél tipo. Y maldiciendo porque las luces de la cabina sólo estaban apagadas a medias y el cuchicheo seguía mezclado con el llanto ahora más entrecortado del bebé.

- Me siento nervioso -dijo el hombre. -Necesito fumar, fumar y fumar pero está prohibido y hay alarmas en el baño. ¡Doce horas sin fumar hasta llegar a Madrid! ¿Cómo es posible que sean tan jodidos? Cómo no van a tener un compartimento para los fumadores como yo, que somos adictos a la nicotina. Seguro que los que viajan en primera clase pueden fumar sus habanos tranquilamente –protestó con amargura, y alzando otra vez la voz para que lo escucharan todos a su allrededor una vez que el silencio se había establecido al calmarse el llanto del bebé.

- Fuma mucho? Yo dejé de fumar hace tres años –señaló Nico con cierto tono de orgullo mal disimulado que ocultaba en realidad su tensión y las ganas de fumar que también él sentía.

- Yo, pibe, fumo desde los trece, y sin parar, – respondió el hombre ácidamente.

- ¡Mierda, que empezó temprano! –exclamó Nico.

- Dos y hasta tres paquetes de cigarrillos al día, campeón. No puedo dejarlo, sabés? y estos viajes largos me matan... no voy a negar que tengo un poco de temor a volar, claro que lo controlo, no? Ah! lo que te estaba contando, ché, mi ex-mujer también fumaba hasta dos paquetes al día cuando estaba embarazada, y no pasó nada, te das cuenta? Joden todo el tiempo con lo del cáncer -dijo el hombre con tono burlón. - Mi abuelo murió a los 90 y fumó toda la vida, que no jodan más ché -machacó finalmente.

- Claro, el mío se murió a los sesenta de cáncer al pulmón. Sin dudas hay organismos que soportan mejor los efectos del tabaco que otros –respondió Nico sin ganas de polemizar. - Pero el deporte es una buena receta si quiere bajar el consumo o dejarlo del todo – dijo Nico sin tutearlo - Sobre todo la bicicleta. No hay mejor forma de recuperar la condición física –aconsejó Nico con tono académico y un poco más relajado.

- Yo en una época jugaba al fútbol. Pero ya no puedo. Tengo casi sesenta... entendés lo que me pasa? – dijo el hombre con tono resignado.

- Como le digo, la bicicleta es el mejor remedio para cualquier edad. Consiga una de entrenamiento para el hogar, y verá cómo en poco tiempo se recupera - agregó Nico imaginándose al tipo forcejeando con la bici mientras el sudor le corría por la cara mofletuda.

- Mirá botija, yo corría casi todos los días. Y jugaba al fútbol en el equipo del barrio. Conocés el Cerro? ... No? Vos no sabés lo que te perdés. Seguro que nunca estuviste allí? – preguntó el hombre incrédulo – Bueno mirá, un día me invitaron a participar en un partido para olds boys, sabés? Fuí porque mi chico jugaba con los hijos de esos veteranos, comprendés? Toqué tres veces la pelota. La cuarta, cuando iba a rematar al arco, no llegué a tocarla a la muy hija de puta –dijo el hombre con tono amargo, como si estuviera viviendo de nuevo aquél momento.

- Así? Que ocurrió? -preguntó Nico con aparente interés.

- Me llevaron al hospital y me enyesaron. Me hice un terrible esguince de tobillo que me dejó postrado dos semanas, qué te parece? -dijo el hombre.

Nico asintió con la cabeza pero no respondió. Las rusas habían logrado poner en marcha un pequeño aparato de dvd y miraban la serie americana Desperate housewifes. Se divertían y conversaban animadamente entre ellas. A veces miraban a Nico y señalaban con el dedo la pequeña pantalla del dvd. Ël trataba de adivinar de qué iba la cosa, pero no entendía dónde estaba lo divertido en esa serie de mujeres norteamericanas de clase media, atormentadas por maridos mediocres y realidades hogareñas insoportables.

Nico observó a las rusas y pensó en lo pequeño que era el mundo ahora. Las nuevas turistas llegadas de Moscú, estaban descubriendo nuevos continentes. Mujeres con dinero, pensó Nico. Ahora estaban en todos lados, hombres y mujeres maduros ansiosos por ver el mundo. Como los japoneses en décadas anteriores.

El hombre se incorporó otra vez del asiento, e interrumpió los pensamientos de Nico que lo habían alejado de su vecino y de su pánico. Con mayor dificultad esta vez se dirigió hacia la azafata sentada al fondo del pasillo, para que le sirviera un trago más. Volvió contento por el resultado de la expedición, y se dejó caer sobre el asiento con un suspiro.

- Espero que este sí me ayude a dormir –dijo mientras se empinaba el vaso de plástico, pero sin vaciarlo esta vez de un solo trago - ¡Carajo, qué ganas de fumar que tengo! –repitió una vez más y su mano derecha se crispó sobre el vaso. Nico creyó que iba a partirse y derramarse sobre la falda del hombre y la suya. – Visité mi familia después de muchos años, por razones ... mi madre se nos fué, sabés chico? -murmuró con voz pastosa, y agregó - Me casé con una muchacha muy humilde del barrio. Me dediqué a los negocios. Era vendedor ambulante, ché, me he recorrido todo el país ¿comprendés lo que te digo? Y bueno, no duró mucho aquél matrimonio, aunque tuve un hijo con aquélla desgraciada. Pero años más tarde me junté con una gurisa madrileña que conocí en Piriápolis, en uno de mis viajes. Qué minón! Ella tenía parientes aquí, sabés? Y abandoné todo. Nos fuimos a España los dos. Qué vida, pibe, que vidurria la que pasamos.... Ahora vivo solo,claro. Aquéllo no duró mucho tampoco, yo soy un picaflor, te das cuenta? Pero me queda mi hijo que también vive en Madrid. -expresó con una mueca, con aquélla voz apenas perceptible cargada de alcohol y de hilachas de recuerdos muertos.

La mirada del hombre se iba poniendo cada vez más vidriosa. Apuró el último trago, y el hielo del vaso se pegó a su labio superior. Sopló con fuerza y los cubitos de hielo se fueron al fondo del vaso. Se quedó mirándolos, y luego agregó:

- La verdad que quiero confesarte algo, pebete. Le tengo pánico a los aviones! – dijo en voz baja . Te das cuenta? Semejante boludo y le tengo miedo a la altura, ché.

- No se preocupe, ya se le va a pasar – respondió Nico con un tono de voz tranquilizador que le sorprendió a él mismo.

- Hmmm, vamos a ver –dijo el hombre. Y después de una pausa agregó:

- De regreso a la península, vale! Pero me muero por un puto pitillo ... Aaaah, me olvidaba de contarte otra cosa. Sabés que soy abuelo, campeón? Sí, tiene apenas dos años el gurí, pero es una flecha. Y mi hijo me necesita. Sí, como me necesita ese chaval. Sin mí a su lado se muere. Y mi nieto también. Es que es muy pegote, sabés? – se mintió el hombre, y lanzó otro largo suspiro.

- Claro que sí -mintió a su vez Nico después de un instante.

Sin embargo el hombre ya no le escuchaba. Con la cabeza inclinada sobre el hombro de Nico, roncaba suavemente. Al otro lado las rusas seguían devorando su telenovela.

Nico sintió que el pánico había desaparecido completamente de su mente y su cuerpo.

Sonrió y volvió a sentir unas ganas locas de fumar.

lunes, 3 de mayo de 2010

La promesa de Reinaldo

No podía haber quedado más conforme después de observar el final de su obra. El tornillo con forma de gancho en la extremidad estaba perfectamente ubicado en el centro del techo del armario, y era suficientemente grande y fuerte. Todas las medidas habían sido calculadas al detalle.

Ahora sólo faltaba poner el plan en marcha y cumplir con la promesa. Por eso Reinaldo se dirigió a su taller mecánico y empezó a ordenar los utensilios que necesitaba para llevar a cabo su plan. Nadie iba a detenerlo. Aunque él en todo caso no contaba con oposición alguna porque tenía bien vigilado el lugar y conocía las rutinas. No, nadie se le iba a interponer en el camino. Puso todo lo que necesitaba en un bolso y junto a una bolsa de arpillera, lo acomodó en el sidecar de su motocicleta. Se calzó los guantes y una gorra de lana porque la noche estaba fría. Empujó la moto hasta la calle y continuó así unos cuantos metros más. No quería despertar a su familia y preocuparla. A Reinaldo le gustaban los secretos, y prefería siempre mantener al margen a su familia de los planes que continuamente elaboraba. Por eso tenían todo lo que poseían. Nada de deudas y créditos. Trabajo, tesón y ahorro era su consigna. Respiró el aire frío de la madrugada y se sintió tranquilo. Se sentó y con una fuerte patada puso en marcha el motor de la vieja BMW que cuidaba como a una niña mimosa. Con el motor ronroneando suavemente se alejó calle arriba, y con la luz apagada. Reinaldo tampoco quería que algún vecino indiscreto del barrio lo viera partir a esas horas de la noche. Su plan no debía de contar con testigos, como tantas otras cosas en su vida.

*

El muro era alto y liso. Desde el otro lado de la calle y entre los árboles podía distinguir el alto y negro portón de hierro forjado. En la oscuridad de la noche apenas podía identificar los objetos con la nitidez que hubiera deseado. De todas formas podía ver con suficiente claridad el portón iluminado por una débil foco de luz rodeado por los insectos que encandilados se estrellaban contra la superficie de vidrio, haciendo aún más débil su amarillento resplandor.

Reinaldo recogió el bolso y con paso firme cruzó la calle y llegó hasta el portón que no se abrió a pesar de su vano intento de probar si realmente estaba cerrado con llave. Cuando lo hubo comprobado sin suerte, lanzó entonces el bolso y la bolsa de arpillera sobre el enrejado. Reinaldo se quedó quieto, aguardando alguna reacción. Como no la hubo se trepó por el enrejado y en pocos segundos había traspasado el primer obstáculo. Ahora estaba dentro del recinto, y una vez más aguardó un corto momento agazapado, para saber si alguien podía haber descubierto su presencia. Sabía que un sereno vigilaba el lugar, pero contaba con que dormiría a pata suelta. Así se lo había confesado el sereno mismo, entre cerveza y cerveza hacía pocos días en un bar cercano, cuando Reinaldo controlaba las rutinas del personal. El tipo era un idiota y jamás se enteraría de nada. Sintió que algunos pájaros –tal vez palomas- se revolvieron inquietos entre las ramas de los árboles. Pero pronto volvió a reinar el silencio. Entonces Reinaldo emprendió el camino hacia el lugar donde se encontraba lo que él buscaba.

*

Sus pasos hacían un leve ruido sobre la grava. Por fin se detuvo frente al sitio que conocía de memoria. Acarició la pared con sus dos manos y por sus fosas nasales penetró el olor dulzón y nauseabundo que impregnaba el aire que le rodeaba. Sonrió y se agachó para recoger los instrumentos de su bolso. Un pesado martillo y un largo punzón bastaban para ir debilitando la resistencia que ofrecía la placa de cemento recubierta de mármol que ocultaba lo que venía a buscar.

Para atenuar los golpes puso un trozo de trapo viejo sobre el punzón, y comenzó a romper con golpes medidos y acompasados la frágil y delgada superficie que unía la placa con la pared.

De vez en cuando se detenía para escuchar si el sereno había despertado. Nada indicaba esto, así que continuó con su labor, sistemáticamente como lo hacía en el taller. Cuando calculó que podía desprender la placa con la fuerza de sus brazos, puso el martillo y el punzón en el bolso. Sacó al mismo tiempo los guantes del bolsillo y fue probando sus fuerzas sacudiendo levemente la placa para no causar ningún ruido que llamara la atención. Sus músculos estaban tensos y comenzó a transpirar a pesar del frío de la madrugada. La placa cedió y tuvo que usar todas sus fuerzas para que no cayera estrepitosamente al suelo. La recostó contra la pared y dio un paso atrás. Una vez más controló si el sereno no se había despertado, y ya recuperada la respiración, miró hacia el negro agujero que guardaba su amado objeto. Retiró el largo cajón de madera con cuidado y lo abrió conteniendo la respiración.

*

Estaba amaneciendo cuando llegó a la casa con el motor de la motocicleta apagado. En el sidecar había acomodado la bolsa de arpillera que casi se parecía a una bolsa de papas recién comprada en el mercado de abasto. Con cuidado la alzó y la llevó al taller. Encendió las luces y inmediatamente se puso a trabajar sobre la larga mesa de metal. No podía perder tiempo.

Debía unir como un rompecabezas las partes sueltas y asegurarse que nada faltaba. Jamás se lo podría perdonar si cometía algún error. Sus hijas se lo reprocharían toda la vida, sabía lo exigentes que eran. Lo habían heredado de él, sin ninguna duda. Perforó y atornilló todo lo que era necesario; cepilló, limpió y lustró con líquidos apropiados para la ocasión, y por fin, una vez finalizada la obra, se dio un respiro para beber un vaso de agua. El frío líquido bajó por su garganta seca y sintió por un momento que las fuerzas lo abandonaban. Se sentó para no caer y cerró los ojos unos segundos. Una fuerte luz fue creciendo en aquella gruta imaginaria, y lo invadió reconfortándolo. Abrió los ojos y miró su obra. Nadie podría reprocharle nada. Era la promesa que había hecho. Y era la promesa que había hecho jurar a sus hijas cuando a él le llegara el turno. Por eso ahora que colgaba en el gancho del pesado armario no pudo menos que sentirse orgulloso. Lo había logrado sin ayuda de nadie, como tantas otras cosas en su vida. Su madre estaría agradecida.

*

Despertó a sus hijas y a su esposa. Las apuró para que se vistieran y las llevó hasta la habitación donde estaba el pesado armario. Las puertas con grandes espejos reflejaron las figuras de toda la familia. Abrazados y emocionados no podían simular el nerviosismo que los dominaba. Con cierto gesto teatral Reinaldo abrió las puertas del mueble de par en par, y les dijo a las chicas que guardaban un cerrado silencio:

- Saluden a su abuela, carajo!


****

viernes, 30 de abril de 2010

El abuelo generoso

A mi primo Fredy

El carro se acercó a los ranchos de adobe entre crujidos de ejes mal engrasados y fuertes sacudones por un camino de dos huellas, desparejo y mal cuidado. Los chicos esperaban jugando en el patio la llegada del abuelo que venía todas las tardecitas después de jugar sus partidas de truco en el almacén de Ramos Generales del gringo Derduke. Rara vez se dejaba acompañar por alguno de ellos. Le gustaba ir solo, canturreando bajito durante la media hora de viaje hasta Arroyo Chico, el pueblo más cercano.

Fito, Malena, Roberto e Isidro se acercaron al carro del abuelo. Fito agarró a la yegua por el freno y saludó al abuelo que con cierta dificultad se bajó del carro sin hacerle caso. Probablemente había bebido de más esa tarde, y los chicos bajaron sus expectativas. Cuando el abuelo llegaba algo ebrio se ponía de mal humor y se pasaba por alto el ritual que ellos esperaban.

Pero ese día el abuelo, a pesar de su moderada embriaguez les dijo que se pusieran en fila contra la pared de adobe del rancho. Era invierno y el sol apenas entibiaba con sus últimos rayos la oscura pared donde los chicos apoyaban sus espaldas. Detrás del seto de transparentes el viento agitaba los arbustos al borde del campo recién labrado.

Roberto se secó la nariz, tratando de estar presentable a pesar del crónico resfrío que le provocaba un continuo drenar de mocos que colgaban irrespetuosamente de su nariz, para su propia vergüenza y de toda la familia. Malena se alisó el cabello despeinado por el pampero y se ajustó el delantal. Sabía que su abuelo nunca había aceptado del todo su inesperada y pecaminosa llegada al mundo; pero con los años el abuelo había suavizado su dureza contra ella y su madre. Isidro, siempre interesado en hacer buena letra con “el viejo” como lo llamaba a sus espaldas, lo ayudó a bajar algunos víveres y herramientas que había comprado en el almacén. Fito en cambio, decidió mantenerse a distancia luego que el abuelo lo ignorara, observando todos los movimientos, pero sin participar.

Desde que se había mudado temporalmente a la casa de los abuelos maternos, recordaba que rara vez se había perdido el ritual que el abuelo Felipe había impuesto a su llegada del almacén. Por eso ahora esperaba recostado a la pared que se iniciara la ceremonia. Lo que los otros primos no sabían, era que ese día estaba dispuesto a llevar adelante una idea que su tía Renata le había susurrado al oído. Por eso estaba algo nervioso y tenso, esperando el momento que el abuelo se acercara.

Y su espera no fue muy larga, porque el abuelo Felipe sonriendo socarronamente inpeccionó la fila que habían hecho los cuatro nietos, mirándolos con las manos en las caderas y los ojos entrecerrados. Por fin metió los cortos y gruesos dedos en su ancho cinturón de cuero, y de unos de los bolsillos del mismo sacó un pequeño objeto envuelto en papel astraza. A todos los chicos se les hizo agua la boca. El abuelo apartó el papel algo pegoteado y descubrió un chupa-chupa blanco veteado de colores rojo y verde, que en su mano grande y ruda parecía una moneda de plata. Malena que era la primera de la fila cerró los ojos cuando el abuelo acercó la golosina a sus labios y lo apresó unos segundos, tratando de retener lo más posible en su boca aquél ansiado chupetín.

Pero su placer desapareció rápidamente cuando el abuelo retiró de un tirón la golosina y rápidamente se la puso en la boca de Roberto, que ya resignado apenas si logró lamer el dulce sabor del caramelo. Éste aterrizó entre los labios de Isidro, que pudo darle una chupada más larga, ya que el abuelo premiaba su docilidad y obediencia cada vez que podía, en forma ostensible frente a los otros primos. Isidro que también había cerrado los ojos sintió que el chupa-chupa se le escapaba suavemente, y vió que después de un giro algo teatral era depositado en la boca ya abierta de Fito. Este esperaba su turno pacientemente, y abrió la boca justo cuando la golosina se acercaba con una impaciente rapidez. Miró al abuelo fijamente a los ojos, y sin dudarlo mordió con todas sus fuerzas el chupa-chupa que se partió en su boca inudándola con un sabor intensamente azucarado. Sorprendido por la audacia de su nieto, el abuelo Felipe retiró el delgado palillo de madera que lanzó hacia un costado con violencia, mientras Fito masticaba y tragaba la golosina a toda velocidad. Quería evitar que el abuelo Felipe le diera una cachetada y le hiciera arrojar de la boca el resto del azúcar que aún bailaba sobre su lengua.

Los otros primos no podían creer lo que veían. Entre divertidos y enojados por no haberse atrevido ellos mismos a dar aquél valiente mordisco, esperaban la reacción del abuelo. Sabían que Fito no podría escapar a un castigo ejemplar. Y este tampoco ignoraba que su hora había llegado. El abuelo Felipe había superado ya su sorpresa, y agarrando a Fito de una oreja lo apartó del grupo llevándolo hasta el borde del patio. Allí lo miró fijamente y le dijo:

- Mirá gurí de mierda, mientras estés aquí no vas a ver un chupa-chupa en tu puta vida. Así que desaparecé de mi vista y no vuelvas a ponerte en la fila cuando llegue del almacén. Ahora andá y dale de comer a los chanchos. Y poneles paja limpia. Luego voy yo a mirar si está todo en orden... Y pobre de vos que todo no esté en orden...

Fito se fue rumbo al chiquero con la cabeza gacha, pero en su fuero interno estaba contento. Todavía el sabor dulce del chupetín recorría su boca. Había ganado una batalla importante frente a su abuelo. Y la tarea que le había pedido en realidad no se diferenciaba mucho de los que acostumbraba a hacer en la chacra. Los alegres y rechonchos cerdos eran incluso viejos amigos que lo recibían siempre alborotados y aparentemente alegres a su llegada.

***

miércoles, 21 de abril de 2010

Pasión a todo precio


Ana González hechó un último vistazo al salón y a la cocina de su apartamento que había arreglado con mucho cuidado. Iba a recibir una visita muy importante para sus intereses y no quería descuidar detalles. De ello dependía la suerte que la esperaba allí al alcance de la mano, o el fracaso que estaba a la vuelta de la esquina.

Miró las copas de vinos que brillaban a la luz de las velas rojas que recién había encendido. En eso sonó el timbre de la puerta. Se miró por última vez en el espejo, se alisó el cabello y luego la falda, y con pasos lentos se dirigió a la puerta.

-Hola, anda pasa! - Le dijo a la recién llegada.
-Que tal? – dijo Ingrid Vitberga con voz vacilante y mirando por encima del hombro de Ana.
-Todo bien. Tranquila. Él no está aquí.
-Claro, pero cuándo llega?
-A eso de las once. Después que termina la guardia en el hospital.
-Ok. Todavía falta bastante.
-Pues sí. Por eso he preparado la mesa para que comamos algo y bebamos un poco de vino. Te parece?
-Bueno, si te has molestado- respondió Ingrid fríamente y algo sorprendida por la bienvenida y sin mucho entusiasmo.

Hacía meses que ambas mujeres se disputaban la atención y el amor de Luis Caicedo, un joven originario de alguna ciudad costera de algún país del Pacífico sudamericano, algo que todavía ninguna de las dos tenía muy en claro con precisión. Esto porque Luis siempre rehuía decir con exactitud si venía de Perú, Ecuador o la misma Colombia. Razones de seguridad, argumentaba misterioso, al mismo tiempo que hacía un gesto con la mano al alisarse el pelo ondeado que se estiraba con gomina. Disfrutaba con su aire de misterio de amante latino a pesar de sus piernas algo cortas y su cara marcada por el paso de la viruela. Sabía que su fealdad era un atractivo para muchas mujeres y lo aprovechaba al máximo explotando su simpatía y el aire ligero y bromista con que encaraba cada conquista.

Ingrid estaba convencida de que ella era la preferida de Luis, sobre todo ahora, cuando sentada frente a Ana la veía servir el vino, no podía dejar de ver que era una chica entrada en quilos, pechos enormes y un abultado vientre. Qué vería Luis en esa mujer? Se preguntaba al mismo tiempo que alzaba la copa y hacía un falso brindis con su copa sin mirar a los ojos a Ana.

-En mi país es obligación mirarse a los ojos cuando uno brinda- dijo con una sonrisa Ana.
-Disculpa, estaba distraída.
-No es nada. Salud! – dijo Ana y chocó la copa de Ingrid con más fuerza que la necesaria.
-Skål!- respondió Ingrid en sueco.
Ambas se llevaron la copa a los labios y bebieron del vino rojo como la sangre.
-Está bueno, no? Es un vino italiano muy apropado para la comida que estoy haciendo... sabes?
-Sí, es muy frutado- respondió Ingrid sin saber muy bien cuál era el adjetivo más correcto en esa ocasión.

Ana encaminó sus pasos a la cocina y apreció con una olla que humeaba y despedía un aroma delicioso a salsa preparada con hierbas, tomate fresco, basílica, ajo y cebolla, y flotando dentro de ella unas costillas de cordero que parecían estar gritando para que se las devoraran. Ingrid sintió que el nudo que tenía en el estómago se le aflojaba. El vino le había soltado un poco esa tensión que la había atenazado, y ahora el aroma de la comida desataba los últimos nudos de su resistencia, y sin darse cuenta bajaba la guardia ante el despertar de sus sentidos.

-Sabes, tengo pasión por los guisados y todo lo que se pueda meter en una olla. Mi tía abuela me enseñó a cocinar cuando era chica. Y desde entonces no pierdo oportunidad de preparar una buena comida guisada si tengo visitas- la voz de Ana resonó convincente y tranquila en los oídos de Ingrid. Tal vez esa cita no iba a trascurrir como ella había pensado, es decir en un clima de agresión y reproches de ambas partes.
-Sí, mi madre también solía hacer guisos muy sabrosos – dijo Ingrid con voz neutra y probó el primer bocado que le llenó la boca con un violento sabor picante.
-Ohhh! Está muy picante para tu gusto? – preguntó Ana mientras sus pestañas parpadeaban intensamente. – Es que nosotros estamos acostumbrados a poner mucho aliño a las comidas, y el ají no puede faltar.
-No hay problema. Yo creo que el vino aplacará esa primera impresión- dijo Ingrid mientras bebía de la copa. Sentía que el chile le quemaba desde la lengua hasta el mismo estómago, y el rostro se le encendía como una antorcha, aunque la penumbra del salón aplacaba los colores.

La cena transcurrió en silencio, interrumpida a veces con una oferta de Ana: Quieres más pan? Un poco más de vino? Y las sonrisas ya más francas que iban y venían por encima de los platos y las copas.
Cuando ambas acabaron de comer se recostaron en el sofá a tomar café bien cargado y una copa de cognac para “apagar el incendio del guiso”, dijo Ana.

-Bueno, es hora que discutamos nuestro pleito – djio Ana mientras acomodaba un almohadón en su espalda.
-No tengo nada en contra. Pero Luis me ha prometido que ya no tiene nada que ver contigo.
-Ja! eso te ha dicho? Pues te ha mentido en la cara. Aquí viene seguido a fifar conmigo.
-Fifar?
-Sí, cojer, garchar, singar, o si prefieres más fino, copular.
-No es necesario que hables así. Yo le creo a él que me ha jurado que tú ya no eres nada para él.
-Así? Pues Luis no demuestra esa indiferencia cuando me visita. Y esta noche podrás apreciar tú misma cómo llega hecho un caramelo. Lo único que tienes que hacer es estar quieta, oculta detrás de ese mueble. Ya verás...
-No te creo. Me parece que lo único que intentas es dañar la imagen que tengo de Luis.
-No seas estúpida, mujer. Como todas la suecas eres más ingenua que una gallina. A Luis lo tengo bien agarrado de las pelotas, y no sólo con las manos...
-Por favor, no seas grosera. Luis me ha prometido que se mudará al norte y que allí nos casaremos. Además sus planes son abrir su propia empresa y radicarse en mi pueblo, en Dalarna. Eso es la verdad para mí...

Ana se retorció en el sillón. La cara iba adquiriendo un tono cada vez más púrpura, como si la sangre se deslizara a borbotones por los capilares de su nariz, mejillas y frente. Y no era el ají lo que la encendía.

- Mira, no sabes nada de nada. Ya te demostraré que tengo razón.
-No trates de convencerme. Me voy ahora mismo.
-Qué? Quieres perderte lo mejor?
-Ya no me interesa. Creo que mientes. Todo ha sido una farsa. Crees que puedes manipularme pero estás equivocada. Fuí una idiota en creer que podías tener buenas intenciones.
-Eso crees verdad? Que te vas a zafar de esta muy fácilmente, no? Venir aquí con aires de superioridad y hacerme sentir como una mentirosa...
-No, eres tú la que se ha metido en este asunto. Yo no te he molestado nunca. Luis es mío y sé que no me miente.

Ana se revolvió en el sofá e inclinó su cuerpo hacia adelante al mismo tiempo que su mano derecha buscaba algo detrás del almohadón de seda rojo que había acomodado a su lado. Algo brillante y alrgo apreció en su mano, y reflejó las luces de las velas todavía encendidas. Ingrid comprendió que estaba en peligro y atinó a emitir un grito de terror que le salió de lo más profundo de sus entrañas.
Al mismo tiempo Ana se incorporó y atravesó la distancia como un relámpago blandiendo el puñal en alto. La primera puñalada alcanzó a Ingrid en el hombro ya que no había tenido tiempo de abandonar el sofá y ponerse a distancia más segura. Ana estaba concentrada en su agresión con una mirada feroz, el cabello agitándose como un remolino cuando lanzó la segunda estocada, cortando el brazo de Ingrid que trató de parar el puñal con su brazo. Otro grito estridente salió de su garganta. Cobró fuerzas y antes de que Ana pudiera lanzar otra puñalada la empujó y pudo pararse, tratando de buscar una salida que la pusiera a salvo. Pero Ana estaba de nuevo de pié y atacaba con nuevos bríos con el puñal otra vez en alto. Ingrid corrió a la cocina y atinó a agarrar la cafetera todavía caliente y la lanzó sobre la cara de Ana que al recibir el impacto rugió como una leona herida. Ese segundo de confusión le dió tiempo a Ingrid para correr hacia la puerta de salida, pero cuando estaba abriéndola sintió en su espalda algo que la quemaba . La puñalada le penetró un pulmón e inmediatamente sintió el gusto a sangre en la boca.
-Creías que ibas a escapar, verdad? Maldita puta, te voy a cortar en pedacitos.
-Ana, por Dios, no me mates, estás loca? Socorro! – gritó Ingrid con todas sus fuerzas al mismo tiempo que manoteaba el pelo de Ana para detener la nueva puñalada que sin fuerza le hizo una herida en el cuello.
Ya su cuerpo chorreaba a sangre por varios lugares, y atinó a escupir abundante sangre en la cara de Ana cuando esta buscaba una vez más clavar el puñal en el pecho de Ingrid. Ambas rodaron por el suelo mientras Ingrid seguía gritando.

-Cállate maldita cerda. Nadie va a venir a ayudarte. Te voy a matar como te prometí. Luis será mío, entiendes? Mío, mío.míoooo...
Ingrid logró agarrar el brazo armado de Ana y pudo dominar por un momento los intentos que ella hacía de clavarle el puñal en el pecho. Ambas forcejearon e Ingrid vió su oportunidad de atacar con una dentellada feroz la cara de Ana, que gritó de dolor.
-Maldita hija de puta! Me has estropeado la cara! – gritó Ana al sentir que la nariz y la mejilla izquierda sangraban abundantemente. De pronto sintió que las fuerzas la abandonaban, soltó el puñal, y se llevó las manos a la cara. Cuando pudo sacarse la sangre de los ojos y alzó la vista, vió que Ingrid no estaba a su lado. Se incorporó, tropezó y al fin logró orientarse en ese ambiente manchado de rojo. La puerta del apartamento estaba abierta, y allí en el dintel estaba Luis, su Luis.
Sonrió complacida a pesar del dolor. Extendió los brazos hacia aquél hombre de baja estatura y bigote recortado. Luis se acercó a ella, la tomó por el pelo y le dijo con voz suave:
-Hola querida. He venido a terminar el trabajo. Olvídate de Ingrid. Sólo estás tú y yo.
-Sí amor mío. Ella no quería creerme que sólo existimos el uno para el otro. Traté de explicarle, pero la muy empecinada se negaba a ver la realidad. Mira como me dejó la cara...
-No te preocupes, de ahora en adelante no sentirás nada.
Y en la mano de Luis apareció el puñal brillante de sangre que se hundió suavemente en el pecho de Ana, produciéndole una quemazón en el corazón, ese fuego que había sentido por su Luis, y con una sonrisa en los labios cerró los ojos entregada totalmente a su pasión*

martes, 20 de abril de 2010

El hombre araña

La pared era lisa como la superficie de un lago helado. Sin embargo Ramón sabía que tenía a su favor un caño de desagüe y el dintel de las ventanas. Subir hasta el quinto piso era una aventura más desde que se dedicó a robar apartamentos en el barrio de más categoría de la ciudad. Pero lo de hoy era distinto. Iba a robar en la casa de un vecino, de sus conocidos con los que charlaba casi todos los días en esos encuentros casuales que ocurren cuando la gente entra y sale del edificio. Su mujer le pidió dinero para comprar los útiles escolares que los chicos necesitaban para el primer día de clase, y no tenía tiempo de planear un robo en el piso de algún acaudalado ejecutivo.

Ramón se puso los guantes con superficie rugosa en las palmas de las manos, y probó la resistencia del caño de desagüe. Esa sería la vía por la que treparía hasta el departamento de Pedro y Remedios, una pareja septuagenaria que presumía de no confiar en los bancos, y por eso era más que seguro que el dinero lo guardaban en algún lugar del apartamento. Ramón los había visto partir a su casa de campo esa mañana, y seguro que no regresarían hasta el domingo a la tarde. El lunes o el martes los periódicos escribirían sobre el “hombre araña” otra vez. Ya veía los titulares de tinta negra: Otro Golpe del Hombre Araña, El Hombre Araña vuelve a sus Andanzas, Otra Víctima del Hombre Araña, y cosas parecidas. No podía ocultar la satisfacción que le daban esos titulares, y los comentarios de admiración que escuchaba en el bar cuando se reunía con sus amigos y todos hablaban de él como un héroe, sin saber que ese héroe estaba allí, junto a ellos!

Los primeros metros fueron fáciles. Sus brazos musculosos y entrenados para este tipo de ejercicios lo ayudaron a escalar, mientras se afirmaba con los pies descalzos en la delgada tubería. Por un momento dudó si realmente era una buena ocurrencia trepar por allí. La sola idea de que en algún lugar el caño estuviera herrumbrado y se pudiera partir como esos barquillos rellenos de chocolote que tanto le gustaban, le hizo un nudo en la garganta. El edificio era viejo y las reparaciones escasas. Pero ya estaba en el segundo piso, apoyando su pie derecho en el dintel de la ventana. Se afirmó para tomar un nuevo impulso, pero el pie resbaló y quedó colgado de sus brazos. Escuchó el gemido de la tubería al crecer la presión por el peso multiplicado de su cuerpo. Trató de no mirar hacia abajo, contener la respiración y no mover un sólo músculo de su cuerpo. La idea de yacer tendido en el suelo en un charco de sangre mientras su mujer y sus hijos, lamentaban su pérdida llorando desconsoladamente, lo hizo estremecer.

No pasó nada sin embargo, pero las dudas volvieron a crecer en su interior. Pero no podía permitirse el fracaso. El dinero era necesario y le había prometido a su mujer la suma que necesitaba, y algo más para dejarla contenta. Amaba a su mujer y no podía fallarle. Apoyó de nuevo el pie en el dintel y con un menor impulso logró trepar un metro más. Sus pies se abrazaron al caño y ejercieron presión para sostenerse y no resbalar, al mismo tiempo que le permitían liberar una de sus manos y aferrarse al caño un poco más arriba, y avanzar. Todos esos movimientos estaban bien coordinados, pensó Ramón. Era como tejer una telaraña por donde se desplazaba cómodamente. Jugó con la idea de comprarse un traje de Hombre Araña la próxima vez. Estaba orgulloso de su maestría. Nunca había sufrido un accidente desde que descubrió que esta era una buena forma de mantener a su familia desde que lo habían despedido de su trabajo de bombero. Y de financiar su debilidad que le había costado su puesto junto a los hombres que combatían el fuego, pero que le estaba apestando la vida. Se prometió en ese instante que lo abandonaría definitivamente “Sí, sí, mañana mismo dejaré todo ese mundillo de cartas y ruleta, y buscaré un trabajo decente”, juró en voz baja.

Alejó finalmente esas ideas de su cabeza y se concentró nuevamente en trepar. Observó las ventanas del edificio por si algún vecino se había percatado de su presencia, pero todo estaba tranquilo a esa hora de la noche. Sobre el pozo de luz estaban ubicadas las cocinas de los apartamentos, y a esa hora le gente miraba la televisión en la sala o se habían acostado a dormir. Ya estaba superando el tercer piso, cuando sintió a través de los guantes que la pintura del caño se desprendía con facilidad. En la oscuridad no podía ver si se trataba del herrumbre que había carcomido el metal y la pintura, o era basura que se había pegado a la tubería. Los guantes le quitaban además sensibilidad para apreciarlo. Quiso pensar en las hojas que se desprenden en el otoño, y que el viento las arrastra hasta que se alojan en los lugares más inverosímiles. El sudor corría por todo su cuerpo por el esfuerzo. Le ardían los ojos al penetrar en ellos las gotitas de sudor que caían de su frente. Los cerró y vió millones de estrellas amarillas que volaban en círculos, chocaban entre ellas como átomos, y se esparcían por el infinito espacio negro. ¿Estaría por marearse? Abrió los ojos y pestañeó repetidamente para alejar las gotitas de sudor y las molestas estrellas. Al llegar al cuarto piso se tomó una pausa más larga. Trató secarse el sudor restregando su cara contra la tela de la camisa a la altura de los hombros. Los brazos estaban adormecidos y tenía la impresión de que podían acalambrarse en cualquier momento. Pero alejó también esta idea, sencillamente porque nunca le había pasado antes.

Tres metros más y ya estaría a la altura del quinto piso. Con un destornillador podría abrir fácilmente la ventana corrediza del balcón interior de sus vecinos. Allí acostumbraban a tener el lavarropa y otros utensilios de limpieza. La gente incluso acostumbraba a dejarla entreabierta para que entrara aire fresco, confiados en que ningún ladrón podría llegar por ese camino. La inseguridad era algo que los medios destacaban todo el tiempo, el temor crecía en la ciudad, la policía parecía impotente o no hacía nada. La gente pensaba de todas formas que le podía pasar a otros, pero no a ellos, pensó Ramón. Aunque esta vez no sonrió, porque al fin y al cabo se trataba de vecinos a los que apreciaba.

Sus manos se agarraron con fuerza al caño y sus pies lo presionaron con determinación para esos tres impulsos finales que lo llevarían al quinto piso. De pronto sintió como el caño desaparecía debajo de sus manos y se hacía añicos como aquél sabroso barquillo relleno de chocolate en el que había pensado. La fuerza del impulso lo tiró hacia atrás y la presión de los pies no alcanzó para sostenerlo y comenzó a deslizarse lentamente. Quedó suspendido unos segundos mientras el caño cedía lentamente separándose de la pared, doblándose por el sitio más débil en algún lugar cerca del suelo. Ramón miró hacia abajo y sólo vió un pozo de oscuridad. Logró aferrarse de nuevo pero la tubería gimió, y con una explosión de metal partido se derrumbó arrastrando al vacío el cuerpo y el alarido de desesperación de Ramón. En esas décimas de segundo volvió a ver a su mujer y a sus hijos, pero esta vez no lloraban. La primera maldecía la suerte de haberlo encontrado, y los chicos que él fuera su padre. Después todo se tiñó de un rojo intenso en su cabeza, y la tela de araña se desvaneció definitivamente.

viernes, 16 de abril de 2010

Un ataúd para Dan Mitrione


El bar era un punto de reunión para los vecinos en la avenida Rivera, y allí me reuní con mi tío Julio en un encuentro fugaz en Montevideo, para compartir unas pizzas y unas copas de vino cuando de pronto salió la conversación sobre su antiguo trabajo de carpintero. Mi tío Julio se había jubilado hacía ya muchos años, y ahora cobraba su menguada pensión y hacía trabajitos como jardinero en los veranos en los chalets de Pocitos y Buceo. Mi tío tiene unos poderosos brazos que terminan en dos manos grandes con gruesos dedos, capaces de doblegar cualquier resistencia, y todavía olía a cedro, pino y barniz. La carpintería donde trabajaba era de uno de los tantos italianos que se habían radicado en Montevideo. Cavani se llamaba el propietario del taller de carpintería, donde trabajaban unos 10 empleados. Mi tío Julio era uno de los que hacían el trabajo de terminado fino de muebles y ataúdes.

Una mañana de 1970 llegó un alto oficial de la policía y un funcionario del gobierno a la carpintería. Pidieron hablar con el propietario, y mantuvieron con él una agitada conversación durante varios minutos. Finalmente se retiraron dándole un apretón de manos a Cavani y se marcharon en un patrullero.Cavani llamó entonces a los trabajadores que apagaron las sierras y otras máquinas quedando el taller bajo un pesado silencio. El patrón los miró a todos y dijo solemnemente:

- El gobierno ha elegido esta carpintería para enviar en un ataúd de prima qualitá a Dan Mitrione a su país. No preciso decir quién es este hombre, ustedes saben de quién se trata. Julio será el encargado de hacer el ataúd. Capisce? – enfatizó Cavani y agregó - Tenés tres días para terminar el trabajo, Julio. Si precisás ayuda, que te ayude Pancho.

Dió media vuelta y se marchó a su oficina, desde donde vigilaba la carpintería y a los obreros. Inmediatamente se puso a diseñar el ataúd según los deseos de la familia de Mitrione.

El tío Julio expresó con una mueca una sonrisa forzada. Los demás lo miraban como compadeciéndolo, aunque no faltaba quien lo envidiara. Julio miró la hora e hizo un cálculo del tiempo establecido y el ritmo de trabajo, y esperó que Cavani le entregara el plano del ataúd apurando el lustre final de un guardarropa con el que había estado ocupado la última semana.

Dan Mitrione era el hombre de la CIA en Uruguay en aquéllos años en que el MLN- Tupamaros llevaba una ofensiva de guerrilla urbana que sorprendía con sus tácticas a una policía y gobierno que no tenían experiencia en este tipo de confrontación política-militar, donde el secuestro de diplomáticos y funcionarios corruptos, los asaltos de bancos y copamientos eran pan casi diario en el Uruguay de entonces. Dan Mitrione estaba acusado por el MLN de entrenar en técnicas de tortura a la policía uruguaya. Por eso, luego de denuncias sobre casos donde los prisioneros habían perdido la vida, los Tupamaros decidieron golpear al corazón de la represión y al representante de Estados Unidos en el país.

La policía movilizó todos sus recursos para lograr ubicar a Mitrione, pero sin resultado. La exigencia del MLN era la liberación de una lista de presos de la organización, que el gobierno no estuvo dispuesto a cumplir, con el visto bueno del gobierno de Estados Unidos. La lucha contra la subversión como se la llamaba en aquél entonces, no permitía concesiones. Por eso cumplido los plazos, Mitrione recibió un balazo en la cabeza, y fue abandonado en un coche en un barrio de Montevideo.


Ahora mi tío Julio debía fabricar la última morada que Mitrione habitaría en la tierra hasta que se hiciera polvo. Un hermoso cajón de cedro lustrado, con manijas y adornos dorados que viajaría a Estados Unidos para ser enterrado en alguno de esos verdes cementerios de cruces blancas donde descansan los hombres y mujeres que sirvieron a su país, sin importar si fue por una causa justa o injusta. O tal vez en algún pueblo o ciudad donde los camposantos son un oasis de paz bajo los frondosos árboles.

Cavani llamó al tío Julio después de la pausa del almuerzo y le entregó el plano del ataúd. Largo y ancho, altura y repujados, y otros detalles que discutieron durante un rato. Al fin, una vez puestos de acuerdo, el tío Julio se marchó hacia su mesa de trabajo para elegir la madera y ponerse manos a la obra. Cavani sin embargo le advirtió antes de marcharse que vigilaría de cerca su trabajo, porque quería que todo fuera perfecto.

El tío Julio midió, cortó, unió, pegó, lijó, pulió, barnizó, forró y agregó las piezas de metal necesarias en forma meticulosa y precisa. Después de tres días de trabajo intenso donde las jornadas eran más largas de lo común, logró una pieza que con su brillo de tono oscuro maghony y metal dorado, resaltaba en el aire iluminado por el sol, y fascinaba a sus compañeros de trabajo que lo miraban compartiendo el orgullo del tío Julio. Cavani inspeccionó cada parte del ataúd, tocando y oliendo cada decímetro de la madera; observó que cada pieza coincidiera perfectamente, y que el cierre fuera impecable. Movió la cabeza en forma de aprobación y le dió una palmada en el brazo al tío Julio.

- Giulio, tu sei perfetto.

El tío Julio se restregó las manos como si todavía estuvieran manchadas de barniz y polvo de madera, y mirándome a los ojos con un movimiento de cabeza dijo:

- Esa fué la única vez que construí algo con el odio como fuerza motriz. Te das cuenta? Lo que hay que vivir en este mundo –expresó melancólicamente.

El tío Julio había guardado sin embargo un secreto jamás revelado a nadie, pero en este boliche que parecía no haber sufrido un sólo cambio desde aquéllos tempranos años de la década del 70, como las gastadas sillas y mesas, o la balanza y el extinguidor de fuego que acumulaban polvo desde hacía décadas, me confesó que había agregado algo en la parte interior del ataúd, de la que nadie se había percatado.

- Le puse en letras repujadas en la madera, en la cabecera, el siguiente epitafio: “Q.E.P.D. MLN”. Me pareció algo justo para alguien que había provocado mucho dolor – me dijo el tío Julio.

Nos despedimos esa noche en la parada del autobús. El tío Julio había contado por primera vez aquél secreto nunca antes confesado. Creo que se sintió aliviado. Sus manos grandes permanecen en mis manos y mi antebrazo desde aquélla despedida nocturna en la parada del autobús. Su aroma a madera y barniz todavía lo percibo a través del tiempo*