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viernes, 30 de abril de 2010

El abuelo generoso

A mi primo Fredy

El carro se acercó a los ranchos de adobe entre crujidos de ejes mal engrasados y fuertes sacudones por un camino de dos huellas, desparejo y mal cuidado. Los chicos esperaban jugando en el patio la llegada del abuelo que venía todas las tardecitas después de jugar sus partidas de truco en el almacén de Ramos Generales del gringo Derduke. Rara vez se dejaba acompañar por alguno de ellos. Le gustaba ir solo, canturreando bajito durante la media hora de viaje hasta Arroyo Chico, el pueblo más cercano.

Fito, Malena, Roberto e Isidro se acercaron al carro del abuelo. Fito agarró a la yegua por el freno y saludó al abuelo que con cierta dificultad se bajó del carro sin hacerle caso. Probablemente había bebido de más esa tarde, y los chicos bajaron sus expectativas. Cuando el abuelo llegaba algo ebrio se ponía de mal humor y se pasaba por alto el ritual que ellos esperaban.

Pero ese día el abuelo, a pesar de su moderada embriaguez les dijo que se pusieran en fila contra la pared de adobe del rancho. Era invierno y el sol apenas entibiaba con sus últimos rayos la oscura pared donde los chicos apoyaban sus espaldas. Detrás del seto de transparentes el viento agitaba los arbustos al borde del campo recién labrado.

Roberto se secó la nariz, tratando de estar presentable a pesar del crónico resfrío que le provocaba un continuo drenar de mocos que colgaban irrespetuosamente de su nariz, para su propia vergüenza y de toda la familia. Malena se alisó el cabello despeinado por el pampero y se ajustó el delantal. Sabía que su abuelo nunca había aceptado del todo su inesperada y pecaminosa llegada al mundo; pero con los años el abuelo había suavizado su dureza contra ella y su madre. Isidro, siempre interesado en hacer buena letra con “el viejo” como lo llamaba a sus espaldas, lo ayudó a bajar algunos víveres y herramientas que había comprado en el almacén. Fito en cambio, decidió mantenerse a distancia luego que el abuelo lo ignorara, observando todos los movimientos, pero sin participar.

Desde que se había mudado temporalmente a la casa de los abuelos maternos, recordaba que rara vez se había perdido el ritual que el abuelo Felipe había impuesto a su llegada del almacén. Por eso ahora esperaba recostado a la pared que se iniciara la ceremonia. Lo que los otros primos no sabían, era que ese día estaba dispuesto a llevar adelante una idea que su tía Renata le había susurrado al oído. Por eso estaba algo nervioso y tenso, esperando el momento que el abuelo se acercara.

Y su espera no fue muy larga, porque el abuelo Felipe sonriendo socarronamente inpeccionó la fila que habían hecho los cuatro nietos, mirándolos con las manos en las caderas y los ojos entrecerrados. Por fin metió los cortos y gruesos dedos en su ancho cinturón de cuero, y de unos de los bolsillos del mismo sacó un pequeño objeto envuelto en papel astraza. A todos los chicos se les hizo agua la boca. El abuelo apartó el papel algo pegoteado y descubrió un chupa-chupa blanco veteado de colores rojo y verde, que en su mano grande y ruda parecía una moneda de plata. Malena que era la primera de la fila cerró los ojos cuando el abuelo acercó la golosina a sus labios y lo apresó unos segundos, tratando de retener lo más posible en su boca aquél ansiado chupetín.

Pero su placer desapareció rápidamente cuando el abuelo retiró de un tirón la golosina y rápidamente se la puso en la boca de Roberto, que ya resignado apenas si logró lamer el dulce sabor del caramelo. Éste aterrizó entre los labios de Isidro, que pudo darle una chupada más larga, ya que el abuelo premiaba su docilidad y obediencia cada vez que podía, en forma ostensible frente a los otros primos. Isidro que también había cerrado los ojos sintió que el chupa-chupa se le escapaba suavemente, y vió que después de un giro algo teatral era depositado en la boca ya abierta de Fito. Este esperaba su turno pacientemente, y abrió la boca justo cuando la golosina se acercaba con una impaciente rapidez. Miró al abuelo fijamente a los ojos, y sin dudarlo mordió con todas sus fuerzas el chupa-chupa que se partió en su boca inudándola con un sabor intensamente azucarado. Sorprendido por la audacia de su nieto, el abuelo Felipe retiró el delgado palillo de madera que lanzó hacia un costado con violencia, mientras Fito masticaba y tragaba la golosina a toda velocidad. Quería evitar que el abuelo Felipe le diera una cachetada y le hiciera arrojar de la boca el resto del azúcar que aún bailaba sobre su lengua.

Los otros primos no podían creer lo que veían. Entre divertidos y enojados por no haberse atrevido ellos mismos a dar aquél valiente mordisco, esperaban la reacción del abuelo. Sabían que Fito no podría escapar a un castigo ejemplar. Y este tampoco ignoraba que su hora había llegado. El abuelo Felipe había superado ya su sorpresa, y agarrando a Fito de una oreja lo apartó del grupo llevándolo hasta el borde del patio. Allí lo miró fijamente y le dijo:

- Mirá gurí de mierda, mientras estés aquí no vas a ver un chupa-chupa en tu puta vida. Así que desaparecé de mi vista y no vuelvas a ponerte en la fila cuando llegue del almacén. Ahora andá y dale de comer a los chanchos. Y poneles paja limpia. Luego voy yo a mirar si está todo en orden... Y pobre de vos que todo no esté en orden...

Fito se fue rumbo al chiquero con la cabeza gacha, pero en su fuero interno estaba contento. Todavía el sabor dulce del chupetín recorría su boca. Había ganado una batalla importante frente a su abuelo. Y la tarea que le había pedido en realidad no se diferenciaba mucho de los que acostumbraba a hacer en la chacra. Los alegres y rechonchos cerdos eran incluso viejos amigos que lo recibían siempre alborotados y aparentemente alegres a su llegada.

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