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viernes, 16 de abril de 2010

Un ataúd para Dan Mitrione


El bar era un punto de reunión para los vecinos en la avenida Rivera, y allí me reuní con mi tío Julio en un encuentro fugaz en Montevideo, para compartir unas pizzas y unas copas de vino cuando de pronto salió la conversación sobre su antiguo trabajo de carpintero. Mi tío Julio se había jubilado hacía ya muchos años, y ahora cobraba su menguada pensión y hacía trabajitos como jardinero en los veranos en los chalets de Pocitos y Buceo. Mi tío tiene unos poderosos brazos que terminan en dos manos grandes con gruesos dedos, capaces de doblegar cualquier resistencia, y todavía olía a cedro, pino y barniz. La carpintería donde trabajaba era de uno de los tantos italianos que se habían radicado en Montevideo. Cavani se llamaba el propietario del taller de carpintería, donde trabajaban unos 10 empleados. Mi tío Julio era uno de los que hacían el trabajo de terminado fino de muebles y ataúdes.

Una mañana de 1970 llegó un alto oficial de la policía y un funcionario del gobierno a la carpintería. Pidieron hablar con el propietario, y mantuvieron con él una agitada conversación durante varios minutos. Finalmente se retiraron dándole un apretón de manos a Cavani y se marcharon en un patrullero.Cavani llamó entonces a los trabajadores que apagaron las sierras y otras máquinas quedando el taller bajo un pesado silencio. El patrón los miró a todos y dijo solemnemente:

- El gobierno ha elegido esta carpintería para enviar en un ataúd de prima qualitá a Dan Mitrione a su país. No preciso decir quién es este hombre, ustedes saben de quién se trata. Julio será el encargado de hacer el ataúd. Capisce? – enfatizó Cavani y agregó - Tenés tres días para terminar el trabajo, Julio. Si precisás ayuda, que te ayude Pancho.

Dió media vuelta y se marchó a su oficina, desde donde vigilaba la carpintería y a los obreros. Inmediatamente se puso a diseñar el ataúd según los deseos de la familia de Mitrione.

El tío Julio expresó con una mueca una sonrisa forzada. Los demás lo miraban como compadeciéndolo, aunque no faltaba quien lo envidiara. Julio miró la hora e hizo un cálculo del tiempo establecido y el ritmo de trabajo, y esperó que Cavani le entregara el plano del ataúd apurando el lustre final de un guardarropa con el que había estado ocupado la última semana.

Dan Mitrione era el hombre de la CIA en Uruguay en aquéllos años en que el MLN- Tupamaros llevaba una ofensiva de guerrilla urbana que sorprendía con sus tácticas a una policía y gobierno que no tenían experiencia en este tipo de confrontación política-militar, donde el secuestro de diplomáticos y funcionarios corruptos, los asaltos de bancos y copamientos eran pan casi diario en el Uruguay de entonces. Dan Mitrione estaba acusado por el MLN de entrenar en técnicas de tortura a la policía uruguaya. Por eso, luego de denuncias sobre casos donde los prisioneros habían perdido la vida, los Tupamaros decidieron golpear al corazón de la represión y al representante de Estados Unidos en el país.

La policía movilizó todos sus recursos para lograr ubicar a Mitrione, pero sin resultado. La exigencia del MLN era la liberación de una lista de presos de la organización, que el gobierno no estuvo dispuesto a cumplir, con el visto bueno del gobierno de Estados Unidos. La lucha contra la subversión como se la llamaba en aquél entonces, no permitía concesiones. Por eso cumplido los plazos, Mitrione recibió un balazo en la cabeza, y fue abandonado en un coche en un barrio de Montevideo.


Ahora mi tío Julio debía fabricar la última morada que Mitrione habitaría en la tierra hasta que se hiciera polvo. Un hermoso cajón de cedro lustrado, con manijas y adornos dorados que viajaría a Estados Unidos para ser enterrado en alguno de esos verdes cementerios de cruces blancas donde descansan los hombres y mujeres que sirvieron a su país, sin importar si fue por una causa justa o injusta. O tal vez en algún pueblo o ciudad donde los camposantos son un oasis de paz bajo los frondosos árboles.

Cavani llamó al tío Julio después de la pausa del almuerzo y le entregó el plano del ataúd. Largo y ancho, altura y repujados, y otros detalles que discutieron durante un rato. Al fin, una vez puestos de acuerdo, el tío Julio se marchó hacia su mesa de trabajo para elegir la madera y ponerse manos a la obra. Cavani sin embargo le advirtió antes de marcharse que vigilaría de cerca su trabajo, porque quería que todo fuera perfecto.

El tío Julio midió, cortó, unió, pegó, lijó, pulió, barnizó, forró y agregó las piezas de metal necesarias en forma meticulosa y precisa. Después de tres días de trabajo intenso donde las jornadas eran más largas de lo común, logró una pieza que con su brillo de tono oscuro maghony y metal dorado, resaltaba en el aire iluminado por el sol, y fascinaba a sus compañeros de trabajo que lo miraban compartiendo el orgullo del tío Julio. Cavani inspeccionó cada parte del ataúd, tocando y oliendo cada decímetro de la madera; observó que cada pieza coincidiera perfectamente, y que el cierre fuera impecable. Movió la cabeza en forma de aprobación y le dió una palmada en el brazo al tío Julio.

- Giulio, tu sei perfetto.

El tío Julio se restregó las manos como si todavía estuvieran manchadas de barniz y polvo de madera, y mirándome a los ojos con un movimiento de cabeza dijo:

- Esa fué la única vez que construí algo con el odio como fuerza motriz. Te das cuenta? Lo que hay que vivir en este mundo –expresó melancólicamente.

El tío Julio había guardado sin embargo un secreto jamás revelado a nadie, pero en este boliche que parecía no haber sufrido un sólo cambio desde aquéllos tempranos años de la década del 70, como las gastadas sillas y mesas, o la balanza y el extinguidor de fuego que acumulaban polvo desde hacía décadas, me confesó que había agregado algo en la parte interior del ataúd, de la que nadie se había percatado.

- Le puse en letras repujadas en la madera, en la cabecera, el siguiente epitafio: “Q.E.P.D. MLN”. Me pareció algo justo para alguien que había provocado mucho dolor – me dijo el tío Julio.

Nos despedimos esa noche en la parada del autobús. El tío Julio había contado por primera vez aquél secreto nunca antes confesado. Creo que se sintió aliviado. Sus manos grandes permanecen en mis manos y mi antebrazo desde aquélla despedida nocturna en la parada del autobús. Su aroma a madera y barniz todavía lo percibo a través del tiempo*

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