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martes, 20 de abril de 2010

El hombre araña

La pared era lisa como la superficie de un lago helado. Sin embargo Ramón sabía que tenía a su favor un caño de desagüe y el dintel de las ventanas. Subir hasta el quinto piso era una aventura más desde que se dedicó a robar apartamentos en el barrio de más categoría de la ciudad. Pero lo de hoy era distinto. Iba a robar en la casa de un vecino, de sus conocidos con los que charlaba casi todos los días en esos encuentros casuales que ocurren cuando la gente entra y sale del edificio. Su mujer le pidió dinero para comprar los útiles escolares que los chicos necesitaban para el primer día de clase, y no tenía tiempo de planear un robo en el piso de algún acaudalado ejecutivo.

Ramón se puso los guantes con superficie rugosa en las palmas de las manos, y probó la resistencia del caño de desagüe. Esa sería la vía por la que treparía hasta el departamento de Pedro y Remedios, una pareja septuagenaria que presumía de no confiar en los bancos, y por eso era más que seguro que el dinero lo guardaban en algún lugar del apartamento. Ramón los había visto partir a su casa de campo esa mañana, y seguro que no regresarían hasta el domingo a la tarde. El lunes o el martes los periódicos escribirían sobre el “hombre araña” otra vez. Ya veía los titulares de tinta negra: Otro Golpe del Hombre Araña, El Hombre Araña vuelve a sus Andanzas, Otra Víctima del Hombre Araña, y cosas parecidas. No podía ocultar la satisfacción que le daban esos titulares, y los comentarios de admiración que escuchaba en el bar cuando se reunía con sus amigos y todos hablaban de él como un héroe, sin saber que ese héroe estaba allí, junto a ellos!

Los primeros metros fueron fáciles. Sus brazos musculosos y entrenados para este tipo de ejercicios lo ayudaron a escalar, mientras se afirmaba con los pies descalzos en la delgada tubería. Por un momento dudó si realmente era una buena ocurrencia trepar por allí. La sola idea de que en algún lugar el caño estuviera herrumbrado y se pudiera partir como esos barquillos rellenos de chocolote que tanto le gustaban, le hizo un nudo en la garganta. El edificio era viejo y las reparaciones escasas. Pero ya estaba en el segundo piso, apoyando su pie derecho en el dintel de la ventana. Se afirmó para tomar un nuevo impulso, pero el pie resbaló y quedó colgado de sus brazos. Escuchó el gemido de la tubería al crecer la presión por el peso multiplicado de su cuerpo. Trató de no mirar hacia abajo, contener la respiración y no mover un sólo músculo de su cuerpo. La idea de yacer tendido en el suelo en un charco de sangre mientras su mujer y sus hijos, lamentaban su pérdida llorando desconsoladamente, lo hizo estremecer.

No pasó nada sin embargo, pero las dudas volvieron a crecer en su interior. Pero no podía permitirse el fracaso. El dinero era necesario y le había prometido a su mujer la suma que necesitaba, y algo más para dejarla contenta. Amaba a su mujer y no podía fallarle. Apoyó de nuevo el pie en el dintel y con un menor impulso logró trepar un metro más. Sus pies se abrazaron al caño y ejercieron presión para sostenerse y no resbalar, al mismo tiempo que le permitían liberar una de sus manos y aferrarse al caño un poco más arriba, y avanzar. Todos esos movimientos estaban bien coordinados, pensó Ramón. Era como tejer una telaraña por donde se desplazaba cómodamente. Jugó con la idea de comprarse un traje de Hombre Araña la próxima vez. Estaba orgulloso de su maestría. Nunca había sufrido un accidente desde que descubrió que esta era una buena forma de mantener a su familia desde que lo habían despedido de su trabajo de bombero. Y de financiar su debilidad que le había costado su puesto junto a los hombres que combatían el fuego, pero que le estaba apestando la vida. Se prometió en ese instante que lo abandonaría definitivamente “Sí, sí, mañana mismo dejaré todo ese mundillo de cartas y ruleta, y buscaré un trabajo decente”, juró en voz baja.

Alejó finalmente esas ideas de su cabeza y se concentró nuevamente en trepar. Observó las ventanas del edificio por si algún vecino se había percatado de su presencia, pero todo estaba tranquilo a esa hora de la noche. Sobre el pozo de luz estaban ubicadas las cocinas de los apartamentos, y a esa hora le gente miraba la televisión en la sala o se habían acostado a dormir. Ya estaba superando el tercer piso, cuando sintió a través de los guantes que la pintura del caño se desprendía con facilidad. En la oscuridad no podía ver si se trataba del herrumbre que había carcomido el metal y la pintura, o era basura que se había pegado a la tubería. Los guantes le quitaban además sensibilidad para apreciarlo. Quiso pensar en las hojas que se desprenden en el otoño, y que el viento las arrastra hasta que se alojan en los lugares más inverosímiles. El sudor corría por todo su cuerpo por el esfuerzo. Le ardían los ojos al penetrar en ellos las gotitas de sudor que caían de su frente. Los cerró y vió millones de estrellas amarillas que volaban en círculos, chocaban entre ellas como átomos, y se esparcían por el infinito espacio negro. ¿Estaría por marearse? Abrió los ojos y pestañeó repetidamente para alejar las gotitas de sudor y las molestas estrellas. Al llegar al cuarto piso se tomó una pausa más larga. Trató secarse el sudor restregando su cara contra la tela de la camisa a la altura de los hombros. Los brazos estaban adormecidos y tenía la impresión de que podían acalambrarse en cualquier momento. Pero alejó también esta idea, sencillamente porque nunca le había pasado antes.

Tres metros más y ya estaría a la altura del quinto piso. Con un destornillador podría abrir fácilmente la ventana corrediza del balcón interior de sus vecinos. Allí acostumbraban a tener el lavarropa y otros utensilios de limpieza. La gente incluso acostumbraba a dejarla entreabierta para que entrara aire fresco, confiados en que ningún ladrón podría llegar por ese camino. La inseguridad era algo que los medios destacaban todo el tiempo, el temor crecía en la ciudad, la policía parecía impotente o no hacía nada. La gente pensaba de todas formas que le podía pasar a otros, pero no a ellos, pensó Ramón. Aunque esta vez no sonrió, porque al fin y al cabo se trataba de vecinos a los que apreciaba.

Sus manos se agarraron con fuerza al caño y sus pies lo presionaron con determinación para esos tres impulsos finales que lo llevarían al quinto piso. De pronto sintió como el caño desaparecía debajo de sus manos y se hacía añicos como aquél sabroso barquillo relleno de chocolate en el que había pensado. La fuerza del impulso lo tiró hacia atrás y la presión de los pies no alcanzó para sostenerlo y comenzó a deslizarse lentamente. Quedó suspendido unos segundos mientras el caño cedía lentamente separándose de la pared, doblándose por el sitio más débil en algún lugar cerca del suelo. Ramón miró hacia abajo y sólo vió un pozo de oscuridad. Logró aferrarse de nuevo pero la tubería gimió, y con una explosión de metal partido se derrumbó arrastrando al vacío el cuerpo y el alarido de desesperación de Ramón. En esas décimas de segundo volvió a ver a su mujer y a sus hijos, pero esta vez no lloraban. La primera maldecía la suerte de haberlo encontrado, y los chicos que él fuera su padre. Después todo se tiñó de un rojo intenso en su cabeza, y la tela de araña se desvaneció definitivamente.

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