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martes, 20 de abril de 2010

Muerte en el subterráneo

Sucedió hoy alrededor de las 21.00 horas en la Ciudad Vieja de Estocolmo. Un hombre de unos 70 años cayó desplomado sobre el andén de la estación. Una chica joven y rubia que lo acompañaba se precipitó sobre él tratando de ayudarlo. Inmediatamente tres o cuatro personas se sumaron también para auxiliarlo.
Lo pusieron de costado y le dieron apoyo a su cabeza. Parecía haberse desmayado, eso creían los que estaban a su lado. La chica rubia que lo acompañaba comenzó a llorar quedamente. Me acerqué a ella y le pregunté si era era pariente suyo. Me dijo que no, pero que estaban juntos y venían de una conferencia. Le pregunté si sabía algo sobre el estado de su corazón y me dijo que conocía que ambos padres del anciano habían muerto de infarto. En tanto dos chicas y un muchacho trataban de sentir el pulso en el cuello y en la muñeca sin resultado.

- La ambulancia está en camino, dijo alguien a mis espaldas.

Los trenes llegaban y partían, y nuevos curiosos se agolpaban alrededor del grupo de auxilio. Estos habían puesto ahora de espaldas al anciano y trataban de reanimarlo con respiración boca a boca y masajes en el pecho. Después de unos 15 minutos llegó el personal de la ambulancia con una camilla y los elementos para reanimarlo.

Le desnudaron el pecho abriéndole la camisa, que dejó al descubierto una larga cicatriz de una antigua operación, probablemente al corazón. En eso llegaron tres guardias de seguridad y más personal de primeros auxilios y nos hicieron retirar más lejos a curiosos y los que directamente estaban tratando de reanimarlo. Una de las chicas que estuvieron desde el primer momento junto al anciano se apartó también para consolar a la chica rubia que no paraba de llorar. La otra se alejó un poco más y me acerqué a ella par preguntarle si había alguna esperanza.
- No, está muerto, me dijo mientras se restregaba las manos con alcohol con una mirada indiferente. Me imaginé que habría visto a muchos irse de este mundo.

La muerte del anciano me recordó otra muerte en el subte. Fue en 1988 cuando yo conducía los trenes de la llamada línea roja de Estocolmo. Me faltaba una semana para dejar ese trabajo y comenzar como periodista. En la estación de Karlaplan, a la salida del túnel, llegaba con el impulso final y comenzaba a frenar el tren cuando una mujer parada en el andén tomó impulso y se lanzó a la vía. Todavía la veo, con un paraguas en la mano, un sombrero rojo y una capa gris. Sentí el golpe del cuerpo contra el tren y frené con toda la capacidad que tenía el sistema, pero sabía que no había nada que hacer. La mujer estaría hecha picadillo debajo de las ruedas de metal que habían recorrido por lo menos unos 20 metros más.

En esa ocasión ninguna persona que estaba en el andén se acercó para ofrecer ayuda. Todos estaban paralizados. Para mayor mala suerte la radio del tren estaba averiada y no podía contactarme con el centro de comunicaciones de la compañía. Tampoco encontraba el teléfono que debía estar en alguna parte de la estación. Al final tuve que subir hasta la boletería para decirle al chico que atendía allí que me prestara el teléfono para pedir auxilio. Los bomberos llegaron al rato y el personal de la ambulancia. Los pasajeros dentro del tren estarían furiosos porque el sistema de altoparlantes de aquéllos viejos trenes estaban también averiados, y no se habían podido enterar de lo que pasaba.

Al final me retiraron de allí y otros se hicieron cargo del tren mientras la policía hacía preguntas a los presuntos testigos.
El subte es un lugar donde la muerte ronda a menudo. Algunos se quitan la vida voluntariamente. Otros sufren accidentes. Y otros abandonan este mundo en una estación, viajando en el subte de la eternidad*

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