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La ciudad de Pontrémoli |
Esta crónica la escribí en 2005. Sé que muchos integrantes de mi familia y mis amigos no han podido leerla y por eso deseo compartirla con ellos y con aquéllos que también se preguntan de dónde vienen sus propios antepasados que inmigraron a nuevas tierras. No pocas veces esos datos están claros y hay una buena documentación, pero también, como en mi caso, sólo existen fragmentos de un relato sin confirmar. Porqué? Las razones pueden ser muchas, pero los inmigrantes a veces quieren olvidar rápidamente un pasado de opresión, pobreza y desilusión. Qué dejaron atrás mis bisabuelos paternos cuando arribaron a Uruguay, es todavía para mí un misterio.
Lo mismo sucede con los padres de mi abuela paterna, los Germano. Los abuelos maternos eran en cambio criollos descendientes de españoles, probablemente desde hacía ya mucho tiempo y no tengo ningún dato sobre ellos.
Con un viaje al corazón de la Lunigiania, en la region occidental de la Toscana, quise acercarme a ese misterio de inmigrantes que emigraron de los Apeninos al Rio de la Plata, y de ser posible, atar los cabos sueltos.
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La anciana observa la fila de tumbas de mármol que tiene enfrente. Lee los nombres inscriptos y parece
dudar. Luego se vuelve hacia nosotros. Está sola en ese pequeño cementerio, donde casi la mitad de los apellidos tallados en la piedra son Lecchini y la otra Benelli. La hierba crece un poco alta entre las tumbas. Al vernos se sorprende un poco pero nos mira con curiosidad.
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Buongiorno signora, estamos de visita en el pueblo. Somos Lecchini de apellido, pero en realidad venimos de muy lejos. Él se llama Alberico, ha nacido en Uruguay; y yo Sergio, nacì en Kenya, dijo Sergio Lecchini a la viejita.
- Bah! Aquí somos casi todos Lecchini de apellido. Yo tengo 93 años, me llamo Carmela Lecchini, y he nacido en San Pablo, Brasil…
Así comenzó nuestra visita al pueblo de Arzelato,en la Toscana occidental, una mañana de septiembre 2005. Pero esta historia para mí se inició en realidad unos meses antes...
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Sergio y a su espalda Arzelato |
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En abril recibì un correo-e desde Kent en Inglaterra. El firmante era Sergio Lecchini, radicado en ese país, y me contaba en su carta que estaba tratando de rastrear a los Lecchini por todo el mundo. Segun él, la cantidad de personas que llevan este apellido no son muchos, y estaba estudiando cómo había sido la corriente de emigración de estas personas en el pasado desde la Toscana por el mundo. Y qué pasaba con las nuevas generaciones. Me preguntó si podìa colaborar con él, contándole la historia de mi familia.
Por supuesto que acepté inmediatamente la propuesta. Desde que tuve uso de conciencia he estado preguntando a mis padres y a mis tíos de dónde venían los bisabuelos que apenas había conocido cuando pequeño. Sólo tengo una imagen muy borrosa de esos dos viejitos, a distancia, como si nunca me hubiese acercado a ellos. La respuesta siempre era incompleta y me dejaba insatisfecho: «... del norte de Italia, salieron del puerto de Genova ». Ahí finalizaba la pista, y las interrogantes quedaron como incógnitas sin resolver durante décadas, hasta que la carta de Sergio comenzó a abrir una pequeña brecha en aquél negro muro de preguntas sin respuestas.
Sergio ya había trabajado en el tema desde hacía un tiempo. Él mismo había seguido la pista de sus antepasados a través de Internet, y quería ampliar el horizonte de su búsqueda. Su hipótesis era que probablemente mis antepasados habían emigrado de la provincia marmolera de Massa-Carrara, donde se concentraba un buen número de personas de apellido Lecchini. Un poco mas al norte, en la misma provincia de Massa-Carrara, está la región de Lunigiana, donde había altas probabilidades de que desde allí hubiesen partido mis bisabuelos Domenico Lecchini y Rosa Ferrari. Probablemente de Arzelato, un pequeño pueblo a 900 metros de altura sobre el nivel del mar. Una zona de campesinos pobres, que por estar bastante aislados y con pequeñas parcelas para cultivar en la montaña, vivían una vida muy dura hasta muy avanzado el siglo XX.
Este intercambio de información que tuvimos con Sergio, nos fue acercando, y decidimos encontrarnos en Italia. Él viajaría desde Londres y yo desde Estocolmo, y nos reuniríamos en Pontrémoli ("puente tembloroso” porque originariamente era de madera), una pequeña ciudad a orillas del rìo Magra, a unos 30 kilometros del puerto La Spezia. Sergio habìa logrado recabar màs información sobre los Lecchini, y me dijo que sin dudas, Arzelato vecina a Pontremoli, era “territorio Lecchini”.
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Partí desde Roma luego de haber pasado unos días con mis amigos de Nettuno, donde compartimos exquisitas comidas y los vinos del Lazio. En un tren intercity llegué hasta La Spezia, y luego cambié a un tren regional. Claro que la combinación esperada falló, porque generalmente los trenes en Italia llegan retrasados, y el mío no fué una excepción.
Finalmente me subí al próximo tren regional que subió lentamente las verdes faldas de las montanas, traqueteando, sacudiéndose como un largo gusano gris por el valle verde junto al rìo Magra. Los pequeños pueblos iban desfilando ante mis ojos, con sus techos rojos y grandes terrazas adornadas con flores. A veces un viñedo cargado de uvas o un campo de maíz rompía el manto del bosque que trepa hasta las cumbres de estos montes conocidos como
Appennino Tosco Emiliano. El río es apenas un hilo de agua que baja desde las montañas, ya que es retenido gran parte de su caudal por una represa que guarda el agua para los períodos de seca.
Descendì finalmente en la estación de Pontremoli y allì estaba Sergio, esperándome pacientemente. Alto, con paso cansino, se acercó para saludarme con un apretón de manos, aunque no los dos besos de ritual que se estila en Italia. Tal vez la flema británica se lo impedía? Luego cargamos mi equipaje en el auto que él habìa alquilado, y nos dirigimos al hotel Golf, donde ya había reservado dos habitaciones. El hotel está a las afueras de la ciudad, en la ladera de la montaña, por lo que desde la ventana de mi habitación podía ver todo el valle, la ciudad y los caseríos que emergían entre el verde de los montes.
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Sergio visitando Villafranca |
Sergio habia llegado unos días antes y había preparado un itinerario por varios lugares donde la antigua arquitectura del 1500-1600 todavia resplandecía entre los modernos edificios contruídos en las últimas décadas. Villafranca de Lunigiana, Mulazzo y otros pueblitos fueron quedando por el camino, con sus gentes afables y comunicativas. Luego dejamos el valle y pusimos proa a Arzelato.
Subimos por un camino serpenteante, cubierto por la espesa y soberbia vegetación, donde las hayas y los pinos comparten el espacio con los magnificos castaños, llenos de frutos redondos y espinosos, que cuelgan como adornos de Navidad. La misión era investigar en el registro de la iglesia de Arzelato, el archivo donde se guarda el registro con los nacidos y fallecidos, para ver si encontrábamos los nombres de mis bisabuelos, y a lo mejor algún rastro de los antepasados de Sergio, aunque esto último casi lo habíamos descartado. El sacerdote del lugar, también de apellido Lecchini, era reacio a mostrar el registro a personas ajenas a la iglesia, le habìan advertido a Sergio. Por eso se procuró la ayuda y mediación de otro Lecchini, Nando, un veterano de 75 años que habita temporalmente su casa en el pueblo durante los veranos, y conocía al sacerdote desde la infancia. Nando estaba casi seguro que el sacerdote se encontraría a la tarde en la iglesia, y que podríamos ver entonces el registro.
Cuando el motor del auto quedó en silencio, luego de trepar los casi 900 metros de altitud, nos rodeó el silencio de la campaña, sólo interrumpido por el susurrar del viento en las copas de los árboles. Valles y montañas se sucedían hacia el norte, espesos e inescrutables. A nuestras espaldas trepaban por la ladera las escasas y pulcras casas de Arzelato en una fila irregular, con callejuelas estrechas y escaleras empinadas, hasta terminar en la cumbre misma del monte, adornada por la torre del campanario, de piedra gris y llena de cicatrices; y la iglesia misma, blanca como un traje de novia.
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Cuando bajamos del auto, vimos que al borde del camino y debajo de un tilo, se levantaba un pequeño monumento de mármol en memoria de los caídos en las dos ultimas guerras mundiales europeas, y allí pudimos comprobar que los Lecchini habían vertido su sangre sobre los campos de batalla. Por el tipo y texto del monumento habían pertenecido al ejército italiano, que en estos
paesi no había sido muy popular. Sobre todo en la 2ª Guerra Mundial, ya que muchos de los lugareños se unieron a los
partigiani comandados por el mayor británico Gordon Lett que combatió a los soldados del ejército italiano, y principalmente al ejército de ocupación alemán en la Lunigiana. Estos monumentos oficiales, y otros que recuerdan a los
partigiani, son muy comunes en la región, y recuerdan el difícil período que vivieron muchas regiones italianas azotadas por la ocupación
tedesca. Como dato curioso, el monumento a los
partigiani no está en el poblado, sino casi a un kilómetro del lugar, sobre un montículo solitario, desafiando el viento del norte. No es de mármol, y en su texto recuerda la lucha de los voluntarios internacionales y del mayor Gordon Lett.
- Porque no vamos hasta el nuevo cementerio? - me propuso Sergio, ante la ausencia de gente en las callejuelas de Arzelato. Parecía un pueblo fantasma. Algún gato que otro se calentaba al rayo del sol. “ Podemos echar un vistazo a los nombres en la tumbas. La mitad son de los Lecchini, la otra de los Benelli” –agregó sonriendo.
Emprendimos nuestros pasos hacia allí, por un camino asfaltado, lleno de castañas caídas, que como erizos de mar poblaban la negra superficie. Pateándolas, esquivándolas, llegamos a la puerta del cementerio, donde el mármol blanco de Carrara resplandecía. Allì fue donde encontramos a Carmela Lecchini, nuestra “parienta” nacida en San Pablo, Brasil.
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Carmela busca el nicho de su marido bajo la atenta mirada de Sergio |
- Si la memoria no me falla mis padres regresaron de San Pablo a Italia cuando yo tenía siete años. Aquí están enterrados mi madre, mi padre y mi marido –nos contaba con la voz un poco temblorosa Carmela, señalando con su bastón el nombre de su padre escrito con letras de bronce. “ Después emigré a Francia, siendo joven, y vivimos muchos años allí. Regresamos siendo ya viejos con mi marido, y ahora vengo todos los días al cementerio. Mi nieta me dice que no venga, que voy a terminar en un zanjón... pero que voy a hacer sino?... Si apenas queda gente en el pueblo. Me entretengo limpiando un poco, y arreglando las flores. Pero ya no puedo cortar la gramilla, si me agacho me mareo, y si me arrodillo ya no puedo levantarme”... se lamentaba doña Carmela, frágil como un pajarito, pero con la mirada chispeante.
- Sí abuela, no se preocupe que ya vendrá alguien a cortar el césped –le dije tratando de consolarla. “Nos quiere acompañar de vuelta al pueblo?” Le pregunté pensando que la nieta estaría preocupada por su ausencia.
- No, me voy a quedar un rato más, todavía tengo que limpiar la placa del sepulcro de mi marido... pero esta memoria me está fallando, justo ahora no la puedo encontrar... –murmuraba mientras apoyada en su bastón y con pasito lento, se volvía otra vez hasta la fila de nichos, donde las fotos de los Lecchini y Benelli, serias y adustas, la esperaban impacientes.
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Regresamos al pueblo con Sergio, y cuando comenzamos a subir la cuesta ya nos estaba esperando Nando, que seguramente había visto el coche estacionado. Luego de los saludos y presentaciones de rigor, nos divertimos con las anécdotas de nuestro pasado, y el vínculo que teníamos por el apellido. Preguntamos si habían oído hablar alguna vez de algún Lecchini que podría haber emigrado a las Américas entre 1850 y 1870, pero el único que conocían había sido uno que murió apuñalado en una reyerta, aunque no sabían si en el norte o en el sur de las Américas. Ese era el dato más preciso aportado por otra “veterana” del lugar, Carolina Giumeli Benelli, de 103 años de edad. Con la voz cascada, pero sonriente, trató de ayudarnos, pero el dato aportado no coincidía con mi bisabuelo Doménico, que se murió de viejo cuando yo tenía unos seis años.
Nando nos dijo que el sacerdote estaba en otro pueblo, asistiendo a una familia en un entierro, y que no sabía si podía venir a tiempo para atendernos. Una mala señal, por los antecedentes escuchados anteriormente sobre su negativa a abrir el archivo del registro de empadronamiento.
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Junto a Nando, su esposa y Carolina Benelli de 103 años de edad. |
Para ganar tiempo mientras esperábamos al cura, visitamos el antiguo cementerio junto a la iglesia, una parcela de tierra de unos 10 x 20 metros, donde se ofrecía el mismo escenario de Benellis y Lecchinis entrelazados hasta en la muerte. Luego subimos nuevamente hasta la iglesia que estaba cerrada, y admiramos el paisaje, mientras Nando nos señalaba hacia dónde estaban los otros pueblos cercanos: Rossano, Patigno, Coloretta. Fue aquì cuando Nando nos contó que había participado en la resistencia contra los alemanes, y que a pocos pasos de allì de donde estábamos, habían dado muerte a un oficial alemán.
- Esta zona sufrió mucho cuando la ocupación – agregó, mientras en su mirada perdida en las montañas, parecía revivir los años de peligros, hambre y persecución que debieron soportar hasta el día de la liberación. “Estábamos bajo la comandancia del mayor Gordon Lett, un británico que había llegado para organizarnos y sabotear las posiciones alemanas. Un oficial muy valiente. Pero también habían rusos, yugoslavos y franceses” recuerda Nando.
Ya había transcurrido mucho rato y el sacerdote no aparecía. Con Sergio decidimos darnos por vencidos ya que habíamos recibido la información de que en la biblioteca pública de Pontremoli habìa un registro microfilmado con las partidas de nacimiento de los habitantes de la región. Con un poco de suerte podíamos obtener la información que buscábamos sin necesidad de recurrir a nuestro “pariente” de la sotana, cuya actitud me despertó también algunas interrogantes, aunque claro, todo puede ser casualidad.
Regresamos con Sergio a Pontremoli por el camino más largo, descendiendo por la carretera que por sus curvas cerradas se hacía interminable y peligrosa. Quedamos con una sensación de frustración por no haber visto el registro, pero
suma sumarum, creo que llegamos muy cerca del eslabón perdido de mi familia. Pienso como Sergio, que en la región de Lunigiana puede estar la respuesta. Es una cuestión de tiempo conocer de dónde partieron mis bisabuelos Rosa y Doménico. Pero lo más rescatable de este viaje fué que conocí a un
cugino con el que compartimos sabrosos platos y no menos deliciosos vinos, hablamos de muchos temas relacionados entre otras cosas con la historia, la literatura y la política. Descubriendo que a pesar de tener un pasado tan diverso y no conocernos, habíamos llegado a conclusiones muy similares en algunos de esos campos. Y eso también es “territorio Lecchini”.
De todas formas todavía está por cumplirse mi deseo de entregarle a mis hijos y nietos el vínculo completo
que los amarre a ese pasado para que puedan seguir transitando el futuro.